Relatos

Mi nuevo libro de relatos «La Peregrina y otras perlas»

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Un nuevo libro de relatos de Jordi Siracusa

La Historia está plagada de anécdotas y hechos sorprendentes. Su búsqueda es tan fascinante como encontrar una joya escondida o interpretar un sueño. En estas páginas conoceréis el destino de la perla más famosa de las reinas de España, «la Peregrina». Descubriréis el fabuloso tesoro visigodo de Guarrazar; y la tumba del Faraón de Plata. Sabréis la relación de Napoleón y Désirée con la actual dinastía sueca. Las vicisitudes del primer ferrocarril español en la isla de Cuba; disfrutaréis de una antigua leyenda turolense y acompañaréis a un alférez de navío en la última singladura de la escuadra del almirante Cervera. Y finalmente, descubriréis  los secretos mejor guardados de cincuenta de los personajes más carismáticos del libro. Todo, en «Peregrina y otras perlas», siete relatos auténticos, como perlas.

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Libro de Carmen Huerto, Carmen Muñoz y Jordi Siracusa

Libro de relatos, con 22 historias sorprendentes.

 

Mis  siete relatos del libro:

Un palacio para una emperatriz

El anciano maestro

El alquimista

La compañía

La coralista

Todos los parques suenan por las noches

Asesinato en el Pere Mata

 

 

 

 

OTROS RELATOS

Bajo una cúpula

Bajo una cúpula dorada

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En el horizonte de los accesos a la ciudad flota una cúpula dorada que sorprende al visitante. Bizancio se retrata en la ingravidez de su corona y en los huecos de las ventanas del tambor. La belleza de la cúpula no desmerece con el resto de la iglesia ecléctica, reconvertida en salón de actos. La iglesia nunca ha sido desacralizada; eso nos lleva a suponer que los actos, exposiciones, presentaciones y conferencias que tienen lugar entre sus muros cuentan con el beneplácito terreno y la anuencia celestial.

El templo y su bruñido domo forman parte del Pignatelli. En el antiguo Hogar Pignatelli está (lo saben muchos aragoneses, no todos) la sede de la Diputación General de Aragón, órgano de gobierno de Aragón.

Los muros del Pignatelli, en sucesivas ampliaciones y modificaciones, han vivido, sentido y sufrido los últimos trescientos años de la vida de Zaragoza. La Real Casa de Misericordia y el Padre de Huérfanos fueron las primeras instituciones que habitaron en el recinto. Sus paredes y vigilantes torreones han albergado en distintas etapas: hospicio, cárcel, casa cuna, cárcel, hospital militar, cárcel; y ya contemporáneamente: Instituto de Bachillerato, sede de banda musical, brigada de la Cruz Roja, imprenta. . . y hasta centro de entrenamiento de las fuerzas de seguridad del estado. La propia cafetería del edificio está ubicada en lo que fueron las mazmorras de la mismísima inquisición. No es de extrañar que entre sus pasillos, bóvedas, subterráneos, pasadizos y rincones varios, sucedan cosas extrañas y se escuchen sonidos y ayes, que nada tienen que ver con la condición humana; ni con los lamentos, lloros y pactos de los políticos. Aunque, en ocasiones, unos y otros, sean igual de terribles y pavorosos.

Formando parte del nuevo equipo de uno de los gobiernos de nuestra Comunidad viví el suceso más sorprendente y tenebroso de cuantos se puedan imaginar.

Había llegado el momento del cambio y empezó el baile. No hay nada más divertido y al propio tiempo más patético, que un relevo gubernamental. Los ceses, los nombramientos, las miradas de los entrantes y de los salientes cruzándose alevosas en los pasillos, son dignos de una película de Fellini. Sorprendí a un alto funcionario cantando melancólico a su sillón “Las hojas muertas” mientras recogía sus efectos personales. Adiviné lágrimas en los ojos del que no supo, o no pudo, cambiar de opción política a tiempo. Escuché la risotada nerviosa de otro de ellos al despedirse de su secretaria. Era el infierno o el paraíso de Dante según de que lado de la puerta se observara.
Terminado el proceso de reconversión administrativa nos repartimos las distintas obligaciones para cumplir el compromiso adquirido en el programa electoral. A mi despacho se accedía por uno de los bellos patios del Pignatelli; un pequeño estanque reflejaba los alegres árboles y desde la puerta de entrada podía verse la dorada cúpula bizantina. Una fuente callada, pero no muda, se miraba en los amplios ventanales.

Un buen día escuché a dos funcionarias hablar sobre voces misteriosas y lamentos infrahumanos en alguno de los pasillos y recovecos del Pignatelli. Estos comentarios despertaron en mí un especial interés por el edificio, ya no sólo era el simple atractivo arquitectónico, aquellas paredes repletas de historia y de sucesos, escondían algo más que tradición y memoria. Indagué, pregunté, leí y busqué todo tipo de información. Era fascinante. Su construcción, sus distintos destinos y las instituciones que allí residieron me sedujeron; sin embargo, fueron las almas que lo habitaron las que despertaron mi sugestión.

A partir de entonces me convertí en oyente de murmullos, en ojeador de sombras, en cómplice de leyendas. Descubrí los signos masónicos en sus arcos. Admiré la composición en planta de los patios laterales donde gobierna el número siete: siete vanos en el norte y en el sur, veintiuno en el este y el oeste. Los siete cielos, las siete jerarquías. Símbolo de la vida eterna entre los egipcios, el siete, es un regulador de vibraciones: siete son los colores del arco iris y siete las notas de la gama diatónica. Contemplé mil veces la espectacularidad del patio central que alberga la iglesia y que está flanqueado por vanos de nueve arcos: el número de las esferas celestes. . . y el de los círculos infernales; la medida de las gestaciones; el coronamiento de los esfuerzos; el término de una creación.

En mi afán investigador me enteré de que en el exterior bajo la entrada Norte existía un enorme aljibe de dimensiones desconocidas. Era por esa puerta Norte por donde durante muchos años y antes de amanecer, el ignominioso carro del Padre de Huérfanos salía hacia su terrible misión diaria. Corría el siglo XVII y Zaragoza era una ciudad que crecía amparada en una burguesía poderosa y omnipresente en todas las manifestaciones sociales. El pueblo llano, las gentes que abandonando el campo llegaban a la capital, no tenía demasiadas salidas: la servidumbre, la artesanía, la incipiente industria, el ejército o la mendicidad eran las únicas alternativas. En épocas de mala cosecha el problema se multiplicaba. Numerosos niños recorrían las calles practicando la pordiosería. La burguesía, entre el sentimiento de piedad y el miedo cerval a la pobreza, creó instituciones y sistemas para “borrar” de la fisonomía ciudadana el incómodo espectáculo de los indigentes, huérfanos y delincuentes de baja estofa. Como en todas las épocas, los verdaderos delincuentes no se encontraban entre aquellos miserables que pululaban por las calles.

La llamada Casa de Misericordia se instaló en unos modestos e insalubres barracones, justo en el solar que después ocuparía el Pignatelli. Cada mañana el terrible carruaje recogía a todos los “huérfanos y delincuentes” que encontraba; sobre todo a los niños, que eran los más indefensos. Se trataba de una limpieza sistemática, con el objetivo de recluir a todo aquel que no pudiese mantenerse por sí mismo. Tal era el carácter carcelario de la Misericordia que la Santa Inquisición, tan fiel a sus deberes represivos, enviaba sus excedentes a la Casa cuando la Aljafería, su habitual prisión, se llenaba.

Algunos escritos describen la tragedia de aquellos niños: relatan su terror y el estremecimiento que sentían al oír en las primeras luces del alba el chirriar de las ruedas de la abyecta carreta. Aquello ya es historia; sin embargo, los que la sufrieron, dejaron sus huellas y sus lamentos en el recinto. Jamás se borrarán, nunca dejarán de oírse.

Una noche, como tantas otras, terminada la jornada, vacío el edificio de personal y funcionarios, me enfrasqué en entretenida charla con los guardias de seguridad. Nuestra conversación giró en torno a los hechos excepcionales que parecían ocurrir entre los rehabilitados y gruesos muros del antiguo Hospicio. Uno de los guardas confesó con voz trémula, haber visto un extraño espíritu con hábito de religiosa deambular por el antiguo coro. Fue un relato sincero, cargado de reservas ante el temor de ser mal interpretado. El hombre tenía fama de serio y responsable. Describió la inquietante sombra de la monja gesticulando, tratando de entonar un canto inaudible. Escondiendo sus desdentadas y negras encías bajo su huesuda mano.

Nos miramos todos entre incrédulos e interesados. Recabamos datos, fechas. . . hora. Había sucedido una noche de noviembre, no a primeros de mes, tampoco había sido a las doce; fue más tarde, sobre las dos o las tres de la madrugada.

Durante días estuve dándole vueltas a la fantástica historia. Una noche volví a coincidir con el relator. Intercambiamos impresiones y decidimos, como un par de adolescentes, acudir a la cita del más allá. El aniversario de la primera visión estaba a punto de cumplirse, así que mi amigo pidió estar de servicio aquella noche. Nos emplazamos para la fecha señalada.

Debo reconocer que no las tenía todas conmigo cuando el reloj de la cúpula dorada dio las dos. Miré a mi compañero de aventura, tenía el rostro contraído por la tensa espera. Desde lo que había sido el coro contemplábamos el interior de la iglesia, vacío y silencioso. Todo el edificio estaba en calma, hubiésemos oído el volar de una mosca, nada se movía, todo permanecía inalterable; salvo nuestros corazones. A eso de las tres un gélido viento atravesó el coro, sonó como el chirriar de una puerta, el vello se nos erizó violentamente y un hedor fétido invadió el recinto.

Una sombra grisácea, casi transparente, pareció reflejarse contra la pared del antiguo coro. Fue sólo un instante, un instante eterno como el segundo anterior en el que presentimos el golpe de un accidente o el preludio nervioso en la fracción de segundo precedente a la herramienta, el bisturí o el cuchillo, que lacera nuestra carne. El soplo de aire helado cesó al desaparecer la maldita silueta, mientras uno de los portones golpeaba violentamente contra su marco.

Recuperamos el habla al cabo de unos minutos.
– Una ventana abierta – dije sin convencimiento.
– Una ventana abierta – respondió mi cómplice, trémulo.

Serían cerca de las cuatro cuando dejamos el coro: el hedor había cesado y la temperatura volvía ser la del ambiente; ninguna ventana abierta. Llegamos a Presidencia sin comentar nada. Bajamos a la entrada presidencial en la fachada norte, no tomamos el ascensor, descendimos por la hermosa escalinata de mármol y atravesamos frente a la escultura de Pignatelli. Entramos en la garita, los policías nacionales se habían marchado. Otro guardia de seguridad, rechoncho y simpático, vino a nuestro encuentro:

– Que, ¿apareció?, preguntó con sorna. Sonreímos.

Salimos los tres al patio de la entrada principal, soltando unas cuantas bromas acerca de lo conocido y de lo desconocido. El guardia rechoncho nos ofreció un cigarrillo que rechazamos. Él se dispuso a encender el suyo. De repente, oímos un extraño murmullo a nuestros pies, el cigarrillo del guardia quedó colgando en la comisura de sus labios. Escuchamos con atención: el murmullo fue agrandándose hasta convertirse en un ronco estruendo de agua circulando. El misterioso aljibe se estaba llenando de una corriente que no sabíamos de dónde venía. Nos miramos asombrados. Un tenue rayo de luz se abrió paso entre los celajes nocturnos anunciado el inminente amanecer.

Un inquietante sonar de cascos de caballo pareció llegar desde el interior del patio, nos giramos. No vimos nada, pero oímos y sentimos el rodar de una carreta y el galopar de unas invisibles caballerías sobre el empedrado del patio de Presidencia. El ruido creció hasta que pudimos percibir claramente la presencia espectral del carro. Al pasar frente a nosotros adivinamos unas fantasmales sombras de caballos de tiro azuzados por el látigo de un espectro. El grito del incorpóreo auriga heló la sangre en nuestras venas y el chasquido de sus fuetazos fue apagado por la carcajada infrahumana del etéreo y pestilente cuerpo de lo que pudo haber sido una religiosa que le acompañaba en el pescante. Desde algún recóndito lugar del aljibe el coro horrible del llanto de unos niños multiplicaba su eco a través de la bóveda. Sólo fueron segundos. Interminables y dramáticos.

Allí, turbados aún por lo sucedido, convinimos en no contar a nadie nuestra extraordinaria experiencia. Sin embargo, no acordamos nada respecto a escribirla… recursos de político.

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Café del recuerdo

Café del recuerdo

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Ella había cumplido trece años. Yo tenía catorce y el corazón loco por volver a verla. Durante algún tiempo, tiempo de niños y de juegos, mis vacaciones de Semana Santa y verano transcurrían habitualmente en una pequeña ciudad que a mí me gusta llamar pueblo – así lo siento más cerca, más mío -. Es curioso, en aquel entonces me parecía muy lejano de la Capital, la autovía y los años fueron acercándolo de tal forma que lo dejaron a la justa distancia que señalan los kilómetros y no los recuerdos. Allí vivía María Rosa.
Yo no lo sabía pero aquel verano sería especial. Desde mi última visita algo en nosotros había cambiado, ella me parecía distinta. Ya no era la niña con la que compartí esparcimientos, recreos, corros y juegos los últimos cuatro años; ahora su mirada era lejana, como ausente, perdida en desconocidos horizontes en los que parecía imposible penetrar. Su sonrisa se había transformado en un hermoso y melancólico gesto y sin embargo, lo que más desasosiego me causaba era aquel colmillo rebelde que no encontraba acomodo y que se había ganado su espacio encaramándose sobre los otros, amaneciendo indiscreto en las risas de mi amiga. Nada más bello.

Sería por las postrimerías de junio cuando el tren me llevó al pueblo con mi equipaje de ilusiones. El camino desde la estación a nuestra calle me pareció eterno. Nada más verme corrió a mi encuentro con los brazos abiertos, quedé envuelto entre su abrazo, sus bellos ojos y su colmillo rebelde. Jamás, nadie, ha tenido una mejor bienvenida.
La encontré más hermosa que en primavera. Traté de disimular procurando ser el compañero de juegos de siempre, uno más del grupo; pero temía que el batir de mi corazón pudiera ser oído por todos. A partir de aquel día nuestra relación cambió, nuestras miradas se buscaban cómplices y enamoradas. Nuestras manos disimulaban roces y caricias. Y los días transcurrieron felices y demasiado rápidos. Sin duda fue mi mejor verano.
A finales de septiembre vino mi padre a buscarme. Me habían conseguido un empleo en un lujoso hotel de las Ramblas de Barcelona. Me despedí de mis queridos amigos, consciente de que mi etapa de pubertad había terminado y me despedí de María Rosa consciente de que otra etapa había empezado. Allí quedó el niño, jugando para siempre en las calles del pueblo, mientras el adulto regresaba a Barcelona; porque en aquellos tiempos la adolescencia era un privilegio.

El trabajo de hostelería traía consigo turnos de domingo y festivos, sólo libraba los jueves; sin embargo de poco me servía, ya que continuaba con mis estudios todas las tardes en la “Hispano Francesa” de la Puerta del Ángel y las horas libres las quemaba en la Berlitz de la calle Balmes tratando de hallar los tiempos verbales del Francés y del Inglés.
Un jueves, por primavera, María Rosa vino a Barcelona. Fui a buscarla a la estación de Francia, tendríamos todo el día para nosotros. Llegó el tren y todo se envolvió de una hermosa sonrisa, un precioso vestido amarillo y un colmillo rebelde. Recorrimos cogidos de la mano el Parque de la Ciudadela, atravesamos la Plaza Palacio, imaginamos antiguas playas bañando Santa María del Mar y cruzamos la romana Vía Layetana camino del Barrio Gótico. Ella no paraba de preguntar y yo le contaba cuanto sabía de aquellas inmortales piedras paseando por la Historia como quien recita versos. Comimos en un pequeño restaurante cercano a la Catedral. Al terminar seguimos paseando dejando que la tarde nos llevara a su antojo de un lugar a otro de nuestra felicidad. Sin saber cómo nos metimos por una pequeña calle, a pesar de ser buen conocedor de la zona no recordaba haber pasado nunca por allí. Un pequeño Café de aires modernistas era el único establecimiento de la calleja, entramos.
El lugar era precioso, como la jornada. La decoración nos cautivó: mesas del diecinueve, relieves de escayola y al fondo un cuadro que representaba una hermosa muchacha con vestido de época y una pamela en la mano, el pintor había puesto en el rostro de la joven una mirada melancólica que se perdía entre las aguas tranquilas de un río. Nos sentamos en una de las mesas de forjadas patas y mármol blanco; innumerables vetas de tonos salmón y rosa, daban color y vida a la pálida superficie de materia hermosa. Seguimos hablando y hablando. Yo le conté mis sueños de dirigir un gran hotel, de viajar por el mundo, de conocer otras culturas y otras gentes. Ella me miraba tratando de decir algo; yo, en mi torpeza, no supe entenderla ni supe escuchar su silencio.
Al llegar la hora la acompañé a la estación. Ella permanecía callada, cogía mi mano como si no quisiera soltarla. Llegó el tren rompiendo el silencio, nos despedimos con un beso profundo y dulce, subió al vagón con aquellos hermosos ojos, más brillantes que cualquier estrella y moviendo el aire con su vestido amarillo. Ella tenía trece años y una montaña de ternura; yo, catorce y un mundo por conocer. La habría retenido con todas mis fuerzas si hubiese sabido que no nos volveríamos a ver.

Se cumplieron mis sueños… profesionales. Los estudios en Lausana me ocupaban los días y las horas. Hacía dos años que no iba por casa y decidí pasar las vacaciones en Barcelona. Al llegar quise llamar a María Rosa, los amigos me lo desaconsejaron: tenía novio, era un muchacho del pueblo y se les veía muy felices.
Distraje mi soledad por el querido Barrio Gótico. Tratando de revivir recuerdos decidí volver al pequeño Café; busqué y busqué la calleja, sin éxito. Cuando creía encontrarla, adivinarla en la siguiente esquina, seguro de que era aquella, me daba cuenta de que estaba equivocado. Parecía haber desaparecido, haberse borrado de la faz del barrio. Pregunté a algunos transeúntes por el pequeño local modernista, nadie parecía conocerlo. Lo intenté al día siguiente con la misma falta de éxito y regresé a casa profundamente triste. Dos días más tarde regresé a Suiza.
Conseguí mis propósitos de dirigir un hotel importante, de conocer mundo. En mis esporádicos regresos a Barcelona he sabido de María Rosa, es feliz, casada y con hijos. Yo he vivido en media docena de importantes ciudades, puedo escribir en cuatro lenguas distintas y, no obstante, no sé amar en ninguna. Cada vez que trato de hallar el amor me ocurre lo mismo que con el pequeño Café: lo intuyo, lo presiento; sin embargo, no lo hallo.
Desde la orilla de mi soledad regreso, definitivamente, a Barcelona. He dejado mi casa, una casa en la que nunca ocurre nada y en la que nadie me espera y vuelvo a mi hogar, decidido a empezar de nuevo, a pasar página, aunque el libro siga siendo el mismo.
He paseado de nuevo por las Ramblas. Emocionado, confieso haber llorado a la altura de Puertaferrisa, camino del Barrio Gótico, dejando atrás el palacio que el Virrey Amat regaló como prueba de amor a su Virreina. Sin darme cuenta me he metido en una calleja aparentemente desconocida, donde hay un pequeño establecimiento de estilo modernista. ¡De golpe! más de treinta años vuelan en mi mente; las neuronas del recuerdo, como música lejana, me llenan de dulces sensaciones y colores. Entro, todo está igual que aquel día. La misma decoración, el mismo perfume en el ambiente; diría, que hasta la misma camarera de entonces. En la pared el cuadro de la melancólica muchacha mirando al mismo río. Todo igual, una misma luz en un mismo escenario.
Sin saber por qué he pedido dos refrescos. Al girarme hacía las mesas de vetado mármol blanco la he visto: ¡Es María Rosa esperándome en la misma mesa! Con su vestido amarillo y sonriéndome a través de sus hermosos labios, y su colmillo rebelde buscando espacio. La he besado y abrazado como sólo pueden hacer los amantes… y los poetas. Le he pedido que siempre esté conmigo, se lo he pedido con amor, con un amor experto y sabio, a pesar de que sólo tengo catorce años y ella acaba de cumplir los trece.

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Cuartillas en busca de una mujer

Cuartillas en busca de una mujer

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Cada mediodía a la hora de la salida de los colegios, cruzaba hacia aquella parte del paseo donde algunas madres jugaban con sus niños. Los críos, alborotados y felices, corrían y gritaban dispuestos a disfrutar de su libertad provisional. Era una feliz congregación que gozaba en la arena, en los columpios y en los toboganes, como si nada más hubiese en el mundo; tan dichosos, que olvidaban que en apenas un par de horas volverían a los pupitres.

Una joven con dos niñas pequeñas pasó junto a mí. Noté antes su perfume que su presencia, no era colonia cara, parecía una de esas esencias infantiles que comparten madre e hijos. Me dirigió una mirada y una sonrisa, le contesté con un “buenos días” y le devolví el detalle.
A partir de aquel día me dediqué a observarla con detenimiento. No era el tipo de mujer que pasa desapercibida. Morena, de cabello largo y brillante; ojos grandes y profundos, pintados en color castaño, que quizás en otro rostro hubiesen pecado de vulgares y sin embargo, en el de ella, contrastaba de tal manera con la melena azabache que le daban una claridad y un vigor envidiables. Era esbelta y proporcionada. Y no obstante, lo más atrayente eran sus gestos que escondían los más bellos misterios y sugerían las historias más trascendentes. Durante semanas la contemplé discreto e interesado.
Una mañana de domingo la vi paseando por uno de los parques de la ciudad, iba acompañada de su esposo y de las dos chiquillas. Escuchaba a su pareja sin perder de vista a las pequeñas, con la mano derecha lanzó su cabellera hacia atrás ladeando su sensual cuello. Al hacerlo, cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el hombro del hombre a la espera de un mimo; él no tardó en satisfacer la demanda y acarició la mejilla que se mostraba libre. Encontré la escena llena de ternura.
Al llegar a casa empecé a escribir uno de mis relatos. El texto fue perfilando a la heroína de mi historia y sin pretenderlo, tomé prestado el físico y los ademanes de mi joven amiga. ¿Por qué no? Conocía su forma de sonreír, su estilo de andar y aquella preciosa mirada. Parte de su vida fue trasladada a las cuartillas: un marido, dos hijas…el parque. Inventé un pasado e, imprudentemente, construí una continuación.

En mi narración se me ocurrió “promocionar” al marido con un cargo ejecutivo que le obligara a estar mucho menos tiempo en casa. Eso me proporcionaba un sinfín de posibles situaciones enmarañadas. Lo sorprendente fue oír comentar a mi musa el nuevo empleo de su marido y su temor por la cantidad de viajes que se vería obligado a realizar.
Me asombré de la coincidencia y razoné que sólo se trataba de mera casualidad. Seguí escribiendo imaginando personajes e intrigas que diesen interés y contenido a mi historia. Paralelamente había adquirido con Cristina, así se llamaba mi fuente de inspiración, cierta confianza. Nuestras triviales conversaciones dieron paso a las confidencias. Comprobé nuevas concomitancias de mis fantasías con la vida de Cristina. Su existencia tomaba la forma de mi relato, los complicados avatares de mi protagonista se reproducían dolorosamente en el porvenir de mi amiga. Seriamente preocupado dejé de escribir el cuento. Nada le comenté.
Una mañana se alargó nuestra conversación. Me contó la sospecha de que su esposo andaba liado con su secretaria. Traté de consolarla mientras de sus hermosos ojos saltaba una sentida lágrima.
Al llegar a casa busqué el olvidado relato y lo releí. Increíblemente estaba redactada la infidelidad del marido y la inminente ruptura. Un complicado laberinto de pasiones aparecía en las líneas que yo me juraba no haber escrito. Busqué afanosamente en el archivo y para mi sorpresa contenía el texto leído. ¿Cuándo lo había rectificado? La fecha de modificación era la del día en que decidí no continuarlo; pero, allí estaba, más real y terrible de lo que pudiera haber imaginado.
Quise atribuirlo al cansancio de aquellos días, muchas noches las pasaba insomne frente al ordenador escribiendo y corrigiendo mis narraciones. Era obvio que lo había escrito sin darme cuenta; no obstante, tomé nota del número de páginas del inconcluso relato y lo anoté en mi agenda de piel marrón.
Pasaron varios días sin que Cristina apareciera por los lugares donde habitualmente se cruzaba conmigo. Me enteré por sus amigas de que las cosas no iban nada bien. Tuve un absurdo presentimiento. Llegué a casa y comprobé que el relato de Cristina tenía tres páginas más que el último día. El escrito había extendido su contenido inexplicablemente. Me hundí en uno de los sillones, no quería leer el nuevo texto. Pero pudo más la curiosidad que el temor y leí el contenido de un tirón, ni respiré.

La heroína de “mi” relato había ido en busca de su esposo para pedirle explicaciones por su incomprensible ausencia en plenas fiestas navideñas y le había sorprendido con su amante. Despechada, había regresado para despedirse de sus hijas y comprar un revólver con el que asesinar a su marido. El relato la dejaba en la estación esperando el tren que la llevaría al fatal desenlace. Las líneas describían a la perfección la estación de salida del expreso y el enorme reloj nevado que Cristina miraba y miraba mientras acariciaba el bolso donde guardaba el arma. Aquel reloj marcaba las cinco, la misma hora que señalaban los relojes de mi casa.
Salí disparado camino de la estación y llegué cuando Cristina trataba de subir a su vagón. Le cogí el brazo que sostenía el bolso, ella me miró con gesto de gran sorpresa. Bajó la cabeza al comprender que, sin saber cómo, yo estaba al tanto de sus planes. Descendió al andén, sin decir una sola palabra se abrazó a mí y comenzó a llorar. La acompañé a su casa y le prometí que todo se arreglaría, ella me escuchaba pero no me oía.
No quise esperar más, al llegar a casa me senté frente al ordenador y con gesto desafiante abrí el archivo del cuento de Cristina. Allí estaba todavía, frente al enorme reloj de la estación, acariciando el bolso asesino. Continué con la narración.
Una sucesión de felices acontecimientos nacieron del teclado para incorporarse y resolver la delicada situación de mi amiga. Una a una relaté nuevas realidades, el arrepentimiento del esposo, la reconciliación, el retorno a la vida sencilla y a los paseos por el parque. El sugerente relato llenó de posibilidades se convirtió en una mediocre fábula con un anunciado y nada sorprendente final feliz.
Al terminar dejé satisfecho al hombre y terriblemente insatisfecho al cuentero. Suspiré profundamente al apagar mi portátil y me acosté como un niño en vísperas de Reyes, con el deseo de que esto cambiara el porvenir de Cristina.

Mis vaticinios literarios se cumplieron al pie de la letra. Ayer mismo la vi paseando por la iluminada avenida, radiante y dichosa; iba con sus dos niñas, cargadas las tres de regalos y de futuro. Sonaba un villancico y había dejado de nevar.

EPÍLOGO

Casi cada noche, después de terminar alguno de mis escritos, en el silencio del mágico libro noctámbulo donde se escriben los sueños, releo el cuento de Cristina con una especial y, lo reconozco, absurda vigilancia. Luego, voy a mis inconclusas memorias y miro expectante el final de texto. . . no sea que ya esté anunciado el día de mi muerte.

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De héroes y villanos

De héroes y villanos

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El valle se extiende pobre y seco al pie de las pequeñas colinas de arbustos y solitarios árboles y sin embargo, la selva está tan cercana que en las silenciosas noches se escuchan sus murmullos y sonidos. El paisaje cambia en la época de lluvias y en ocasiones, en demasiadas ocasiones, convierte el pequeño valle en el cauce intermitente de un devastador río. Es por ello que la aldea ocupa la ladera de una de las colinas, buscando evitar la furia de las aguas. Una tierra dura, castigada por el sol, la lluvia y la incompetencia de los gobiernos. Para Juan ésa era su tierra, su paisaje, su hogar.

Juan era la tercera generación que habitaba en Perritos. Su abuelo llegó al valle desde muy lejos, nadie supo nunca desde dónde. En la aldea no se pregunta nada a un hombre que llega herido y cansado, se le ofrece un lecho, una escudilla y, si él quiere, se le escucha. Se instaló en Perritos, cultivó maíz y como sus vecinos soportó el calor y las lluvias. Una noche de infinitas estrellas se enamoró y formó una familia. Su hijo siguió sus pasos y su nieto parecía buscar el mismo destino. Pero la historia de Juan iba a ser distinta.
Fue frente a los potreros. Juan había llevado el mulo a abrevar; volvía contento e invadido por una extraña sensación de bienestar, al llegar a la altura de los establos la vio. Se miró en aquellos profundos ojos negros y se enamoró. Nunca había visto una cara tan linda y un cuerpo tan hermoso. Aquella noche buscó a la forastera entre los alegres danzantes. Bailaron una, dos, tres piezas y se besaron, un sabor hasta entonces desconocido les envolvió. Ella se dejó conducir hacia un discreto rincón y permitió que Juan la estrechara entre sus brazos, un largo y prolongado beso selló la promesa de pasión que ya nunca se rompería.

Los primeros años fueron muy felices. Se amaban como sólo pueden amar los que se entregan, los que comparten, aquellos elegidos de los dioses para los que el amor es un proyecto de vida. Se les veía pasear junto a los maizales o mirando aquellas estrellas que visitaban generosas cada noche la aldea, sin que los poderosos pudiesen impedirlo, ni facturarlo. A pesar de sus escasas propiedades, María y Juan, se sentían ricos y dichosos. Para colmar su felicidad llegaron los hijos; primero el niño; luego, la niña, “la princesita” como la llamaba su padre y por fin, los gemelos. Y durante aquellos años no hubo inundaciones, las cosechas fueron buenas y Perritos prosperó.

Un mal día apareció un forastero, era el administrador de los Guzmán. Los Guzmán eran los teóricos propietarios del valle. Nadie sabía por qué se consideraba a esta familia propietaria de unas tierras en las que nunca habían residido y que jamás habían trabajado. ¿Dónde estaban los títulos de propiedad? ¿Quién las compró? ¿A quién? A los indios, ancestrales habitantes de aquellas tierras, nunca nadie les había dado un peso. Ni que decir tiene que el administrador tuvo que huir colina abajo. Sin embargo la siguiente visita fue menos protocolaria, varias unidades del ejército escoltaron al administrador y éste se instaló en Perritos bajo la protección de un par de soldados y un cabo. La situación se hizo más preocupante cuando el fulano ordenó cerrar la escuela y que los niños fuesen a ayudar en el campo.

Juan sentía un nudo en la garganta cuando veía a los hijos de sus vecinos, de apenas diez años de edad, trabajar junto a los hombres en los maizales. Pensó en su primogénito que acababa de cumplir seis y deseó librarlo de aquella infamia. Tumbado en la cama, agotado por el esfuerzo del día, buscó el tibio cuerpo de su amada. dulzura.

– ¿Quieres decirme algo? – le preguntó ella en tierno susurro.
– Sí – respondió él, abrazándola y acercando su rostro al de ella -. Tenemos que pensar en nuestros hijos, en su futuro. Debo encontrar un trabajo y sacaros de aquí. Ella besó el fornido brazo de Juan y descendió en su caricia hasta la mano, grande y poderosa para el trabajo pero tierna y suave en el cariño.
– Pero, ¿dónde quieres encontrar trabajo? Ni siquiera lo hay en la capital.
– ¿Y aquel pariente tuyo, el de los negocios en Estados Unidos?
– Pero, Juan. . . tan lejos – gimió María.
– Sólo serán tres o cuatro años, trabajaré como un mulo y regresaré con el dinero suficiente para nuestra granja, nuestro trocito de tierra.
La respuesta del “yanqui” tardó algunas semanas pero llegó. Y Juan marchó a una nueva tierra dispuesto a ganarse el derecho a la vida y a la felicidad.

***

John Silke se apeó de la voluptuosa rubia. Ella permaneció expectante, esperando una nueva galopada. Sin embargo él se quedó tumbado boca arriba al lado de la dama, mientras su mano derecha buscaba el paquete de cigarrillos en la mesita de noche. Sus dedos tocaron algo frío y metálico, tremendamente familiar, era su mágnum. Desistió de encender la luz para proseguir la búsqueda, ¡su aspecto sería horrible! y probablemente también lo sería el de la rubia teñida con la que había ligado. Ella trató de acariciarle y volver a encender la pasión amatoria de su compañero ocasional. Fue inútil, el caballero parecía haber perdido todo el interés. Defraudada, se levantó en silencio y se vistió deprisa.

– ¿Te vas? – preguntó John esperanzado.
– Sí, tengo prisa – mintió ella, con la desilusión marcada en sus palabras.
– Te llamaré – dijo él, pensando en no hacerlo.
– De acuerdo hazlo, hazlo – repitió la rubia sabiendo que no lo haría.

Aprovechó la marcha de la muchacha para encender la luz y encontrar los cigarrillos. Entre volutas de humo se convenció a sí mismo de que seguía siendo un gran amante, ¡era su maldito trabajo de policía el que le había embrutecido!

La mañana aun siendo fría no le pareció desagradable, el viento despejó su adormecimiento y se llevó el último recuerdo de su aventura nocturna. Aparcó su descapotable en el garaje de la central.

La oficina era espaciosa, un gran ventanal se asomaba a la concurrida avenida y permitía el paso de algunos rayos de luz atenuados por el rascacielos de enfrente. Detrás de la gran mesa permanecía el capitán y frente a él, sentado en uno de los cómodos sillones, estaba el fiscal del distrito. Ambos le recibieron cordialmente.

– Adelante, Silke. . . ya conoce al fiscal del distrito.
– Encantado de saludarle de nuevo, señor – respondió John tendiéndole la mano.

El fiscal era un hombre de mediana edad, oronda calva, gruesos labios de bebedor de cerveza y una enorme papada, su barriga lo confirmaba. Sureño y republicano de toda la vida – en eso tenía todas las simpatías del detective – se le atribuía una juventud extremista, incluso decían que había pertenecido al Ku Kux Klan. El capitán, un tipo alto de mirada insolente, abundante pelo cano y gruesas cejas rubias, se arremolinaba en el sillón observando a su subordinado. Después de un breve preámbulo el titular del distrito puso en antecedentes al detective de su nueva misión: “Ya sabe que andamos detrás de “El Mexicano”. Estamos seguros de que sus locales son tapaderas que encubren sus verdaderos negocios de tráfico de drogas y sexo”.

John Silke sonrió, éste era el tipo de misiones que más le gustaban. Sabía que tendría que actuar al filo de la ley y que por eso le habían elegido. Sus interlocutores captaron su sonrisa, simpática y cínica: la sonrisa del héroe americano, algo insolente y desobediente, pero expeditivo y mortal como una serpiente.

El capitán se levantó del sillón y dirigiendo una mirada cómplice al fiscal se acercó al detective: – Por supuesto el departamento no sabe nada de esta misión.

– Entiendo capitán, no tengo cobertura pero tengo esto –, dijo acariciando su arma, sin dejar que su superior terminara con las recomendaciones.

Con sendos apretones de manos se despidió del fiscal y de su jefe y salió del despacho visiblemente satisfecho.

El autobús se acercaba a la frontera. Juan recordó la mirada de María y el tacto de su piel, se estremeció. ¿Cuánto tiempo tardaría en volver a verla? ¿Cuánto en besar aquellos labios húmedos y dulces como pétalos de rosas mojadas de rocío? Luego imaginó los juegos con sus hijos, las ocurrencias del mayor, las trastadas de los gemelos; los gestos melancólicos de su princesita, sutil y hermosa como su madre. Un gruñido le sacó de sus ensoñaciones, levantó la vista, era un oficial de la policía de aduanas grasiento y cuellicorto le pedía la documentación en un inglés parcheado de americanismos y amortiguado por los chasquidos del chicle de menta. Juan le contestó en un sencillo pero académico inglés aprendido de su abuelo, el oficial, sorprendido, pareció molestarse con la respuesta: “¡Mierda de espaldas mojadas!”, masculló mientras cogía la documentación. La miró y remiró esperando encontrar algún detalle que le demostrara que era un documento falso, se la devolvió con un gesto de repugnancia y se alejó maldiciendo la permisibilidad de los políticos para con los inmigrantes. Juan se acurrucó en su asiento y durmió el resto del trayecto.

La capital tenía el aspecto de un monstruoso hormiguero. Miles de personas iban de una parte a otra con un desenfreno que impresionó al recién llegado. La prisa y la indiferencia eran la constante en todos ellos. Se cruzaban unos con otros sin apenas mirarse, como si existieran pasillos de cristal transparente por donde circular sin contactar, sin observarse. . . sin compartir. Se conmocionó al observar que aquella indiferencia era mayor con respecto a los mendigos, a los ancianos y los débiles. “¿Y los niños?”, se preguntó ¿Dónde están los niños? Aturdido miró arriba tratando de asomarse a un pedazo de cielo entre las largas hileras de edificios, como altísimos cipreses de un camposanto de cemento. Una lágrima resbaló por su curtido rostro, no sintió vergüenza, sólo soledad.

La oficina del pariente de María estaba en el centro de la ciudad. Era un edificio de cincuenta pisos tan impresionante y tan impersonal como cualquiera de los otros de la avenida. En los intestinos de sus distintas plantas pululaban cientos de empleados de una u otra compañía. Una multinacional tabaquera de renombre, responsable de miles de cánceres de pulmón, ocupaba las últimas seis; las primeras las disfrutaba un conocido bufete de abogados especializados en defender conocidos mafiosos y viejos dictadores de repúblicas sudamericanas. Las plantas intermedias estaban reservadas a negocios de “alta tecnología”. Entre las plantas de los presuntos espías y la del bufete de innobles abogados, se encontraban las oficinas de Espectáculos Santana, sede central de los negocios de su compatriota.

Miguel Santana, alias “El Mexicano”, salió a recibirle personalmente a la puerta de su despacho: – Pasa, muchacho – dijo afable-, pasa y cuéntame cosas de casa.
Durante media hora estuvieron departiendo. Dos hombres de aspecto feroz flanqueaban la mesa de Santana, otro vigilaba la puerta. Juan miró de arriba abajo a su interlocutor: tendría unos cincuenta años, no era demasiado alto, de aspecto jovial, rostro bronceado y escaso pelo compensado por largas patillas; vestía un traje cruzado de elegante tono gris, camisa blanca y corbata a rayas también grises. Sentado al borde de la mesa balanceaba su pierna derecha mientras apoyaba la izquierda en el suelo.
– Así que quieres trabajar, ¡vaya con el marido de Marianita! ¿Sabes manejar un arma?
Juan negó con la cabeza, por un momento pensó en levantarse e irse; sin embargo, no estaba dispuesto a regresar a la aldea con las manos vacías.

– Verás- prosiguió Santana -. Aquí la vida no es fácil para nadie, pero mucho menos para nosotros. ¡Esos gringos son unos hijos de puta! Ya lo irás viendo, ésos te enseñarán –, dijo señalando a sus hombres que, imperturbables, parecían no estar físicamente en la habitación. Con tu envergadura, esos brazos y esas manazas vas a acojonar a más de cuatro.

– No sé – respondió, azorado, Juan -. Hablo un poco de inglés, quizá. . .
– Bien, no hablemos más, en principio empezarás a trabajar en uno de mis locales. Ten, preséntate mañana mismo en esta dirección – dijo, entregándole una tarjeta.

Al salir del edificio respiró profundamente y dio un último vistazo al gigantesco inmueble, una enorme bandera de los Estados Unidos lo presidía, las barras y estrellas ondeaban al viento cubriendo parte de la fachada y muchas de sus vergüenzas.

Anochecía cuando llegó a la pensión, tumbado en la cama imaginó como sería la nueva vida en aquella América tan distinta a la suya. Tuvo un extraño presentimiento y se levantó nervioso, se asomó al oscuro callejón habitado por gatos y contenedores de basura. Al fondo, un gran cartel de neón invitaba a beber un conocido refresco de cola. Frunció el ceño, su sed no se apagaba con una simple bebida.

Los periódicos locales, incitados por el fiscal, iniciaron una furibunda campaña en contra de los negocios de “El Mexicano”. Era la señal que esperaba John Silke para empezar a trabajar en el caso. Leyó la noticia en el enorme parque de la ciudad, algunos ciudadanos hacían footing y otros paseaban aprovechando la festividad del día.

Como la mañana era espléndida y no tenía que presentarse en el club hasta las siete de la tarde, Juan decidió pasear por el hermoso parque de la ciudad. Observó en el suelo del impoluto parque un periódico arrugado cerca de una papelera y se acercó para recogerlo, el titular del rotativo le llamó la atención. Un repentino malestar le invadió: entre la lista de supuestos malhechores estaba el nombre de su benefactor. Un pequeño se le acercó “¡por fin un niño!” pensó, mientras depositaba el periódico en la papelera. El crío le dijo algo en un inglés que Juan no entendió, pero la mutua sonrisa que terminó en carcajada compartida le hizo olvidar la noticia leída. La ciudad, enorme y agresiva, pareció más humana y delicada, y es que la sonrisa de un niño todo lo cambia.

Le entregaron la vestimenta de portero nada más llegar, por fortuna encontraron de su talla. Era un uniforme de mariscal de opereta con una casaca de faldones en color rojo, botones metálicos y cordones dorados como los cadetes del ejército; pantalones azules recorridos por una tira lateral en color oro y una gorra de plato del mismo bermellón que la casaca. Se sintió ridículo, bajo el toldo de listas azules que daba entrada a “Blue Moon”, la sala de fiestas de moda. Olvidó el grotesco uniforme al recibir la primera propina, ¡cinco dólares, el sueldo de una semana trabajando de jornalero!

Durante la noche fueron cayendo propinas y gruñidos, Juan contaba cada centavo que llegaba a su bolsillo y olvidaba los malos gestos. ¡Treinta y dos dólares con treinta centavos! Sintió ganas de correr y contárselo a alguien. Por primera vez desde su llegada a la gran ciudad vio a la gente sonreír y divertirse. Quizás no fuese tan malo trabajar en los Estados Unidos y a este paso pronto podría ahorrar lo suficiente y regresar a casa. Recordó al niño del parque, sin duda, le había traído suerte. Un elegante descapotable conducido por un joven alto y rubio con aspecto de estrella del espectáculo se detuvo frente a la entrada. Juan le abrió la puerta del automóvil y el joven le entregó las llaves para que lo aparcara: – Cuídalo bien, muchacho- le dijo.

Entregó las llaves de su descapotable al portero para que lo aparcara, el fulano era un tipo corpulento de rostro bruñido y manos poderosas, John pensó que a él no podían engañarle, aquel tipo de la puerta pese a su aspecto cordial, era, sin duda, uno de los gorilas de Santana. Se sintió confortado al notar el contacto de su magnum. Ya dentro del local tomó las debidas precauciones y se sentó en la barra situada en uno de los extremos del salón donde la discreta penumbra podría ser su mejor aliada. La panorámica sobre todo el recinto era buena, desde allí podría observar las idas y venidas del personal y del propio Santana si aparecía.

Serían las tres de la mañana y doce güisquis y pico, el local estaba prácticamente desierto, sólo quedaban unas docenas de clientes; en la más cercana al detective, media docena de hombres de aspecto árabe parloteaban en una maldita lengua oriental. En otra, una pareja se besaba apasionadamente. Se dijo que aquella noche le sería difícil descubrir alguna cosa. Se marchó frotándose los ojos viciados por el humo y la oscuridad.
Juan contó un par de veces el botín obtenido en una sola noche, eran más de cincuenta pavos, toda una fortuna. Se asomó al callejón de los gatos, el anuncio seguía parpadeando dibujándole el rostro con distintos colores a cada destello. Se sentó en el marco de la ventana y llenó sus pulmones de aire, un olor a basura procedente de los cubos del callejón invadió sus pituitarias. No le importó.

Se sentía tremendamente satisfecho con su nuevo trabajo, en pocas semanas había ahorrado un buen montón de dólares. Se había ganado la confianza de su jefe, el cariño de los otros empleados y el respeto de los clientes. Hasta aquel joven que venía todos los días con el descapotable rojo estaba mucho más amable, incluso las últimas noches le había dado propina. Pero la alegría de Juan tenía, además, otro motivo al margen de los laborales.

Se trataba de un sobre muy blanco como una paloma mensajera. Era la letra de María, aquellos grafismos amados y añorados. Le relataba cosas de los niños, de su princesita, de las historias sencillas que sucedían en la aldea; le contaba que ya había recibido el giro con el dinero y le hablaba de amor, de ausencias y de regresos. Juan estrechó contra su pecho la epístola de María y la releyó una y otra vez mientras que en el callejón los gatos se enamoraban y perseguían entre cubos de basura.

Nuestro detective decidió actuar. Le consideraban un habitual cliente del club, sabía dónde escondían los documentos y sus jefes le habían proporcionado la llave del despacho y la combinación de la caja fuerte de “El Mexicano”
Aquella noche se armó hasta los dientes, era jueves y hasta el fin de semana no aparecería “El Mexicano”. Saludó al portero y le dio una buena propina para que no sospechara. Durante un par de horas apuró media docena de güisquis. A eso de las tres el local estaba repleto de gente e invadido por el humo. Las luces se habían amortiguado para permitir el arrullo de las parejas en la pista de baile, la orquesta tocaba música tranquila y los dos guardaespaldas que custodiaban el lugar permanecían anclados a una de las barras al otro lado de la sala. Esperó el momento oportuno vigilando sagazmente las concurridas mesas, reconoció alguno de los clientes más habituales y a los hombres de lengua desconocida y aspecto árabe del primer día: “Más emigrantes”, pensó, haciendo una mueca de repugnancia. Sobre las tres y media entraron en el local un grupo de animados trasnochadores, les reconoció, eran actores y actrices y un famoso director de Hollywood que tenía en su haber un montón de películas de acción. Solícitos camareros montaron varias mesas cerca de la pista de baile y algunas parejas dejaron de danzar para ver a los recién llegados, incluso los gorilas de vigilancia alargaron sus cuellos para admirar a los personajes del celuloide. Era el momento. Aprovechando que todo el mundo estaba distraído se coló en el despacho.

Una mortecina luz proveniente de la calle iluminaba suficientemente la estancia, rápidamente las retinas de John se acostumbraron a la penumbra. Detrás de la gran mesa pudo ver el cuadro tras el cual – según le habían informado – estaba la caja fuerte, sin más dilación se dispuso a abrirla. Se ayudó de su pequeña linterna para revisar los papeles y libros que contenía, cogió los más interesantes y los escondió bajo su camisa, acto seguido dejó la linterna sobre la mesa para colocar el retrato en su lugar. La fortuna no quiso acompañarle y la lamparita rodó hasta caer al suelo, el ruido quedó amortiguado por la música y las conversaciones, pero un haz de luz escapó por la rendija de la entreabierta puerta señalando como un faro la presencia del intruso. Los guardaespaldas observaron la señal y cruzaron rápidamente la pista en dirección al despacho. John salió de la habitación hacia la puerta de salida, su mano se crispó sobre la culata de su magnum mientras apartaba a las parejas que entorpecían su huida.

Los hombres de “El Mexicano” sacaron sus armas, la gente empezó a gritar; algunos se tiraron al suelo y otros se escondieron tras sus mesas. Sonó un disparo, fue un trueno proveniente del arma de John que se estrelló a pocos centímetros de la cabeza del batería, el hombre se tendió en el suelo arrastrando todos sus instrumentos en la caída. Todo el local parecía un campo de batalla. Alcanzaba la puerta de salida, cuando un inoportuno tropezón hizo que su arma rodara por el suelo lejos de su alcance. Recordó que llevaba un estilete escondido en la bocamanga, con un hábil gesto lo llevó hasta su mano y avanzó hacia la escapatoria.

Juan oyó un tumulto dentro de la sala y luego un estallido como el de los cohetes grandes en las fiestas de la aldea. Entró para ver que ocurría; de repente, un hombre se abalanzó sobre él y sin mediar palabra hizo un vigoroso gesto con su brazo derecho. Notó un agudo dolor en el vientre y luego, un alivio momentáneo mientras sentía una fría hoja salir de su cuerpo. Se dobló sobre sí mismo, no sabía exactamente lo que estaba sucediendo, quedó acurrucado en el suelo en posición fetal taponando con su mano izquierda aquel túnel, estrecho y profundo, por dónde se le escapaba la sangre a borbotones. Imaginó que su cabeza reposaba sobre el regazo de María, se sintió reconfortado, vio correr a sus hijos para abrazarle, incluso notó sus manitas rozándole la cara. . . y se quedó tranquilo, muy tranquilo.

La operación había resultado un éxito. Los periódicos de la mañana y los programas matinales de radio y televisión dieron la noticia del desmantelamiento de la banda de “El Mexicano”. Una vez más América estaba a salvo. El bravo policía se estremeció al recibir la condecoración, sus ojos buscaron las barras y estrellas de la bandera que ondeaba en el patio de la central. No lloró, los héroes no lloran.

Una mañana el fiscal y el capitán le llamaron. La reunión sería sobre las nueve y no tendría lugar en el despacho de su jefe, sería un encuentro muy especial. Sabía a lo que iba. El ascensor se elevó ciento y pico de pisos para llevarle a su destino. Sonrió cuando le soltaron la pasta, cien de los grandes. El detective pensó que aquellos dos tipos se habrían llevado diez veces más. No le importó, él tenía su parte. Brindaron los tres por futuras “hazañas”.

John miró al exterior, la vista de Manhattan desde la torre era impresionante. De repente, creyó estar viendo visiones. Un pájaro de enormes proporciones venía directo hacia ellos, en unas décimas la supuesta ave mudó en avión de pasajeros: grande y metálico. Se acercó tanto que a John le pareció reconocer la cara de dos de los árabes del “Blue Moon” a los mandos del aparato. La explosión fue tremenda, el capitán y el fiscal quedaron convertidos en humeantes e irreconocibles miserias. John quedó atrapado en un mar de fuego, estuvo más de media hora dudando si lanzarse o no al vacío. La estructura se hundió arrastrándole al peor de los infiernos.

EPÍLOGO

En la capital, lejos de la penuria de la aldea, vive María. Es una viuda joven que puede enviar a sus hijos a un buen colegio merced a la pensión que recibe de un pariente suyo por la muerte del marido. Juan reposa en el cementerio de la aldea junto a su padre y a su abuelo, será la última generación enterrada en Perritos. “Fue un buen padre y un buen esposo” reza su epitafio.

Los niños de María han ido al cine. Es una película de acción dirigida y producida por un famoso cineasta norteamericano. En la publicidad se asegura que está basada en hechos reales, en hechos presenciados por el propio director. La escena cumbre despierta el delirio entre la parroquia: el héroe, acorralado por los matones del malo, escapa una vez más y para conseguirlo se deshace de uno de ellos clavándole un afilado estilete. El pequeño Juan y los dos gemelos aúllan y patalean contagiados por el resto del público; sin embargo, la pequeña, la princesita, ha sentido un extraño desasosiego y sin saber porque ha recordado las caricias de su padre, la tierna caricia de aquella mano, grande y suave. Como una nube.

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Pedro (El Hombre que quería ser nación)

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Sin duda los países son como las personas. Tienen historia, aman, detestan, sufren, hacer sufrir, mueren; tienen sentimientos y ciclos vitales. Son humanos.

A veces me pregunto cómo sería Inglaterra en su apariencia corpórea. ¿Una dama con casco, lanza y escudo, cual pérfida Albión? ¿Una simpática viejecita invitando a una taza de té? Probablemente no se parecería a ninguna de las dos; tal vez, a una señora con apariencia de tabernera decimonona, metomentodo, mandona y por supuesto, con reuma. ¿Y Alemania? ¿Un señor gordo con una jarra de cerveza? ¿Una walkiria wagneriana sobre un caballo alado? Y puestos a imaginar ¿Cómo se retrataría Marruecos? ¿Un bereber sobre un hermoso caballo árabe? ¿O un hombre desesperado atravesando Gibraltar en busca de un futuro mejor?

Así podríamos describir naciones, nacionalidades y países (algún día les cuento la diferencia) y darles un conveniente aspecto físico. Mas vayamos a nuestra historia.

Pedro, de niño, ya quería ser país. Los otros niños preferían ser policías, informáticos, médicos, bomberos, políticos, etc., etc.; él no tenía dudas: quería ser una nación, una patria. De nada sirvieron las regañinas paternas, los lloros de su madre, los consejos del abuelo. Pedro lo tenía claro, pintaba sus trajes nuevos con pequeñas montañas de color tierra, zonas verdes que significaban bosques, y sinuosas líneas azules que figuraban ríos; incluso cuando se desbebía se imaginaba limitar con un mar que él llamaba “El Dorado”. Por lo demás era un niño normal que crecía sano y fuerte, al que poco le importaban las chirigotas de sus condiscípulos a quienes, en ocasiones, amenazaba con retirarles al embajador.

No obstante su inmejorable estado físico, sus padres, seriamente preocupados, le llevaron a un eminente siquiatra. El psicoanálisis desveló una inteligencia superior a la media, eso dijo el médico, pero con una extraña e incalificable perturbación. No se podía hablar de esquizofrenia, ni de neurosis obsesiva. Pedro no tenía miedos, ni extraños comportamientos, no tergiversaba los conceptos, ni tenía otras paranoias que no fuese la vocacional, insistía en ser un territorio y quería alcanzar el derecho y el status de nación.
¿Era el deseo de Pedro tan extraordinario? ¿No albergamos, cualquiera de nosotros, una unidad de objetivos y de futuro? ¿No tenemos nuestras propias contradicciones, nuestras fronteras, nuestros límites? ¿No somos, cada uno de nosotros, un paisaje? ¿Hay alguna patria que nos quiera tanto como nuestro propio ego? ¿No sufrimos cuando perdemos algún miembro de nuestro cuerpo, es decir, parte de nuestra demarcación?

Así las cosas, Pedro fue creciendo en sabiduría y tamaño, había abandonado sus costumbres de adolescente y ya no andaba pintorreteando sus ropas, ni enfrentándose a amigos y profesores defendiendo su soberanía; sin embargo persistía en su deseo. Bajo sus elegantes ternos llevaba en su anatomía el común físico con el mapa que representa los confines de nuestra geografía; las venas y arterias eran sus ríos; sus músculos, colinas y montañas; sus órganos internos los recursos naturales; el vello, bosques; la lengua un enorme glaciar; los ojos, lagos de infinita trasparencia; el corazón, la capital de su estado y sus labios, puerto de mar.

Y no era de extrañar verle buscando afanosamente en los libros de historia los motivos y razones que demostraran su legítimo derecho a la propia independencia. Pronto encontró las batallas y los acuerdos que corroboraban sus pretensiones. Él era él y durante siglos se habían forjado las bases de su pretensión.

Como es de suponer su postura le acarreó más de un problema. Le era difícil encontrar trabajo, sus entrevistadores le pedían, poco más o menos, que cediera sus derechos nacionales para convertirse en un estado sin voluntad sometido a los caprichos de las multinacionales. Esto lo solventó Pedro creando su propia economía, es decir su propio negocio. “Importaba” productos agrícolas, luego los trasformaba en una pequeña industria conservera y más tarde los “exportaba” a cadenas de alimentación.

Tuvo su oportunidad de ver la vida de forma distinta. Fue en las conversaciones con su amigo Isaías. Quizá por su nombre de profeta o por su actitud siempre positiva, tal vez por su bien ganada fama de persona formal. “Tiene la cabeza muy bien amueblada” (a pesar de su prematura calvicie), decían de él. El caso es que, Pedro, confiaba en Isaías. Su amigo trató de convencerle de que el mundo es un hogar común y que las barreras las ponen los intereses y la miopía de horizontes, que las razas son distintas versiones de un mismo barro y las fronteras son líneas caprichosas y artificiales. Que, por fortuna, todos somos iguales… y distintos, nadie es, a “priori”, mejor que su vecino, ni en el amor, ni en la guerra; ni más culto – la cultura es algo subjetivo –; ni más sabio… la sabiduría es, precisamente, comprensión.

Aquellas conversaciones tuvieron la virtud de hacer reflexionar a Pedro, pero no por ello cambió de postura. Entendió los males del nacionalismo excluyente y racista, él sería integrador, dialogante y generoso; nada de mirarse al ombligo, ni hacerse análisis de sangre para averiguar la calidad del plasma o grupo. Llegó a la conclusión de que todos tienen sus virtudes, sus derechos, su historia, sus razones y su lengua.

Un día, el país que le vio nacer, el de sus padres y abuelos, el de sus condiscípulos y profesores, el de Isaías – por pasaporte -, entró en guerra. Nadie sabía con certeza, excepto el gobierno, el porqué de aquella lucha. La propaganda oficial reclamaba defender la libertad; sin embargo, nadie les había esclavizado. Se habló de honor patrio; pero no explicaban cuándo, ni dónde lo habían mancillado. Se mandó a los hombres a que defendieran la vida de sus hijos, incluso a los solteros y se exigió al pueblo morir por una bandera que había cambiado tres veces de colores en pocas décadas. Se encomendaron a un dios que era el mismo al que se confiaba el enemigo. Se volvieron todos locos de sangre y de venganza. Por supuesto, ninguno de los dos bandos explicó su intención de arrebatar al otro parte de una región muy rica. Como siempre el motivo ni era religioso, ni de dignidad, ni de pendones: era económico.

Pedro, ante la grave situación permaneció expectante. Se asombraba de la brutalidad de la lucha y se compadecía de las víctimas; sin embargo, a él, el objeto de aquella matanza, ni le iba, ni le venía. Él estaba en paz con todo el mundo y lo que es más importante, consigo mismo. No hizo ni puñetero caso a la carta de movilización y reclutamiento.
La noticia de que su amigo había caído en los primeros combates le entristeció. El escéptico Isaías había muerto envuelto en la bandera de su patria, defendiendo una posición sin importancia estratégica.

“Es curioso”, pensó Pedro, “en los momentos graves al más incrédulo se le dispara algo en el pecho y corre a defender lo que cree justo”.

Afectado, trató, dentro de su neutralidad, mediar en el conflicto y así lo hizo saber al Ministerio de Defensa en una larga carta cargada de buenas intenciones.

Cuando le fueron a buscar a casa por desertor no entendió nada. Tampoco trataron de comprenderle, ni de atender sus razones los jueces del Consejo de Guerra que le juzgó. El fiscal habló de traición, mientras ellos asentían con la cabeza. El abogado defensor, con impecable uniforme cargado de medallas ganadas en los despachos, trató de demostrar que su defendido era incapaz de comprender el alto honor de defender a la patria. Pedro observaba aquella situación como si de un mal sueño se tratara. Fue en vano que les repitiera que era una nación, que estaban cometiendo un atropello, que se sentía invadido, ocupado, expoliado. Que la patria la llevamos dentro, que somos nosotros mismos… que cada uno elige a la que quiere. Todo fue en vano.

El pelotón de fusilamiento levantó sus armas y apuntó. No tenía miedo, les miró a todos y se dio cuenta de algo increíble para los demás, ¡cada uno de aquellos soldados era una nación, un pueblo! Los había más grandes y más pequeños, más llanos y más montañosos, más o menos frondosos. No vio hombres, vio el mapa de un mundo nuevo y sonrió.

Cerca de allí y en el instante en que Pedro caía abatido, se firmaba la paz. Después de largas discusiones se llegaba a un inesperado final: Ni pa ti, ni pa mí. Y de aquella guerra que nadie entendió surgió una nueva nación. Ambos Estados se comprometían a ceder parte de la región en disputa y auspiciar y promover la creación de un Estado nuevo e independiente y su capital se levantaría en aquel mismo lugar.

Nadie, excepto los que leáis el relato, lo sabrá nunca: Justo en el centro de la ciudad, bajo el parque levantado en memoria de aquella paz y a pocos metros de profundidad, el corazón de Pedro vuelve a latir de nuevo. Es un “bom, bom” rítmico y constante, es el pálpito de una vida nueva, como la nación que empieza su caminar. Es un órgano que late. Libre y soberano.

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El poeta que perdió a su musa

El poeta que perdió a su musa

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En el horizonte de los accesos a la ciudad flota una cúpula dorada que sorprende al visitante. Bizancio se retrata en la ingravidez de su corona y en los huecos de las ventanas del tambor. La belleza de la cúpula no desmerece con el resto de la iglesia ecléctica, reconvertida en salón de actos. La iglesia nunca ha sido desacralizada; eso nos lleva a suponer que los actos, exposiciones, presentaciones y conferencias que tienen lugar entre sus muros cuentan con el beneplácito terreno y la anuencia celestial.

El templo y su bruñido domo forman parte del Pignatelli. En el antiguo Hogar Pignatelli está (lo saben muchos aragoneses, no todos) la sede de la Diputación General de Aragón, órgano de gobierno de Aragón.

Los muros del Pignatelli, en sucesivas ampliaciones y modificaciones, han vivido, sentido y sufrido los últimos trescientos años de la vida de Zaragoza. La Real Casa de Misericordia y el Padre de Huérfanos fueron las primeras instituciones que habitaron en el recinto. Sus paredes y vigilantes torreones han albergado en distintas etapas: hospicio, cárcel, casa cuna, cárcel, hospital militar, cárcel; y ya contemporáneamente: Instituto de Bachillerato, sede de banda musical, brigada de la Cruz Roja, imprenta. . . y hasta centro de entrenamiento de las fuerzas de seguridad del estado. La propia cafetería del edificio está ubicada en lo que fueron las mazmorras de la mismísima inquisición. No es de extrañar que entre sus pasillos, bóvedas, subterráneos, pasadizos y rincones varios, sucedan cosas extrañas y se escuchen sonidos y ayes, que nada tienen que ver con la condición humana; ni con los lamentos, lloros y pactos de los políticos. Aunque, en ocasiones, unos y otros, sean igual de terribles y pavorosos.

Formando parte del nuevo equipo de uno de los gobiernos de nuestra Comunidad viví el suceso más sorprendente y tenebroso de cuantos se puedan imaginar.

Había llegado el momento del cambio y empezó el baile. No hay nada más divertido y al propio tiempo más patético, que un relevo gubernamental. Los ceses, los nombramientos, las miradas de los entrantes y de los salientes cruzándose alevosas en los pasillos, son dignos de una película de Fellini. Sorprendí a un alto funcionario cantando melancólico a su sillón “Las hojas muertas” mientras recogía sus efectos personales. Adiviné lágrimas en los ojos del que no supo, o no pudo, cambiar de opción política a tiempo. Escuché la risotada nerviosa de otro de ellos al despedirse de su secretaria. Era el infierno o el paraíso de Dante según de que lado de la puerta se observara.
Terminado el proceso de reconversión administrativa nos repartimos las distintas obligaciones para cumplir el compromiso adquirido en el programa electoral. A mi despacho se accedía por uno de los bellos patios del Pignatelli; un pequeño estanque reflejaba los alegres árboles y desde la puerta de entrada podía verse la dorada cúpula bizantina. Una fuente callada, pero no muda, se miraba en los amplios ventanales.

Un buen día escuché a dos funcionarias hablar sobre voces misteriosas y lamentos infrahumanos en alguno de los pasillos y recovecos del Pignatelli. Estos comentarios despertaron en mí un especial interés por el edificio, ya no sólo era el simple atractivo arquitectónico, aquellas paredes repletas de historia y de sucesos, escondían algo más que tradición y memoria. Indagué, pregunté, leí y busqué todo tipo de información. Era fascinante. Su construcción, sus distintos destinos y las instituciones que allí residieron me sedujeron; sin embargo, fueron las almas que lo habitaron las que despertaron mi sugestión.

A partir de entonces me convertí en oyente de murmullos, en ojeador de sombras, en cómplice de leyendas. Descubrí los signos masónicos en sus arcos. Admiré la composición en planta de los patios laterales donde gobierna el número siete: siete vanos en el norte y en el sur, veintiuno en el este y el oeste. Los siete cielos, las siete jerarquías. Símbolo de la vida eterna entre los egipcios, el siete, es un regulador de vibraciones: siete son los colores del arco iris y siete las notas de la gama diatónica. Contemplé mil veces la espectacularidad del patio central que alberga la iglesia y que está flanqueado por vanos de nueve arcos: el número de las esferas celestes. . . y el de los círculos infernales; la medida de las gestaciones; el coronamiento de los esfuerzos; el término de una creación.

En mi afán investigador me enteré de que en el exterior bajo la entrada Norte existía un enorme aljibe de dimensiones desconocidas. Era por esa puerta Norte por donde durante muchos años y antes de amanecer, el ignominioso carro del Padre de Huérfanos salía hacia su terrible misión diaria. Corría el siglo XVII y Zaragoza era una ciudad que crecía amparada en una burguesía poderosa y omnipresente en todas las manifestaciones sociales. El pueblo llano, las gentes que abandonando el campo llegaban a la capital, no tenía demasiadas salidas: la servidumbre, la artesanía, la incipiente industria, el ejército o la mendicidad eran las únicas alternativas. En épocas de mala cosecha el problema se multiplicaba. Numerosos niños recorrían las calles practicando la pordiosería. La burguesía, entre el sentimiento de piedad y el miedo cerval a la pobreza, creó instituciones y sistemas para “borrar” de la fisonomía ciudadana el incómodo espectáculo de los indigentes, huérfanos y delincuentes de baja estofa. Como en todas las épocas, los verdaderos delincuentes no se encontraban entre aquellos miserables que pululaban por las calles.

La llamada Casa de Misericordia se instaló en unos modestos e insalubres barracones, justo en el solar que después ocuparía el Pignatelli. Cada mañana el terrible carruaje recogía a todos los “huérfanos y delincuentes” que encontraba; sobre todo a los niños, que eran los más indefensos. Se trataba de una limpieza sistemática, con el objetivo de recluir a todo aquel que no pudiese mantenerse por sí mismo. Tal era el carácter carcelario de la Misericordia que la Santa Inquisición, tan fiel a sus deberes represivos, enviaba sus excedentes a la Casa cuando la Aljafería, su habitual prisión, se llenaba.

Algunos escritos describen la tragedia de aquellos niños: relatan su terror y el estremecimiento que sentían al oír en las primeras luces del alba el chirriar de las ruedas de la abyecta carreta. Aquello ya es historia; sin embargo, los que la sufrieron, dejaron sus huellas y sus lamentos en el recinto. Jamás se borrarán, nunca dejarán de oírse.

Una noche, como tantas otras, terminada la jornada, vacío el edificio de personal y funcionarios, me enfrasqué en entretenida charla con los guardias de seguridad. Nuestra conversación giró en torno a los hechos excepcionales que parecían ocurrir entre los rehabilitados y gruesos muros del antiguo Hospicio. Uno de los guardas confesó con voz trémula, haber visto un extraño espíritu con hábito de religiosa deambular por el antiguo coro. Fue un relato sincero, cargado de reservas ante el temor de ser mal interpretado. El hombre tenía fama de serio y responsable. Describió la inquietante sombra de la monja gesticulando, tratando de entonar un canto inaudible. Escondiendo sus desdentadas y negras encías bajo su huesuda mano.

Nos miramos todos entre incrédulos e interesados. Recabamos datos, fechas. . . hora. Había sucedido una noche de noviembre, no a primeros de mes, tampoco había sido a las doce; fue más tarde, sobre las dos o las tres de la madrugada.

Durante días estuve dándole vueltas a la fantástica historia. Una noche volví a coincidir con el relator. Intercambiamos impresiones y decidimos, como un par de adolescentes, acudir a la cita del más allá. El aniversario de la primera visión estaba a punto de cumplirse, así que mi amigo pidió estar de servicio aquella noche. Nos emplazamos para la fecha señalada.

Debo reconocer que no las tenía todas conmigo cuando el reloj de la cúpula dorada dio las dos. Miré a mi compañero de aventura, tenía el rostro contraído por la tensa espera. Desde lo que había sido el coro contemplábamos el interior de la iglesia, vacío y silencioso. Todo el edificio estaba en calma, hubiésemos oído el volar de una mosca, nada se movía, todo permanecía inalterable; salvo nuestros corazones. A eso de las tres un gélido viento atravesó el coro, sonó como el chirriar de una puerta, el vello se nos erizó violentamente y un hedor fétido invadió el recinto.

Una sombra grisácea, casi transparente, pareció reflejarse contra la pared del antiguo coro. Fue sólo un instante, un instante eterno como el segundo anterior en el que presentimos el golpe de un accidente o el preludio nervioso en la fracción de segundo precedente a la herramienta, el bisturí o el cuchillo, que lacera nuestra carne. El soplo de aire helado cesó al desaparecer la maldita silueta, mientras uno de los portones golpeaba violentamente contra su marco.

Recuperamos el habla al cabo de unos minutos.
– Una ventana abierta – dije sin convencimiento.
– Una ventana abierta – respondió mi cómplice, trémulo.

Serían cerca de las cuatro cuando dejamos el coro: el hedor había cesado y la temperatura volvía ser la del ambiente; ninguna ventana abierta. Llegamos a Presidencia sin comentar nada. Bajamos a la entrada presidencial en la fachada norte, no tomamos el ascensor, descendimos por la hermosa escalinata de mármol y atravesamos frente a la escultura de Pignatelli. Entramos en la garita, los policías nacionales se habían marchado. Otro guardia de seguridad, rechoncho y simpático, vino a nuestro encuentro:

– Que, ¿apareció?, preguntó con sorna. Sonreímos.

Salimos los tres al patio de la entrada principal, soltando unas cuantas bromas acerca de lo conocido y de lo desconocido. El guardia rechoncho nos ofreció un cigarrillo que rechazamos. Él se dispuso a encender el suyo. De repente, oímos un extraño murmullo a nuestros pies, el cigarrillo del guardia quedó colgando en la comisura de sus labios. Escuchamos con atención: el murmullo fue agrandándose hasta convertirse en un ronco estruendo de agua circulando. El misterioso aljibe se estaba llenando de una corriente que no sabíamos de dónde venía. Nos miramos asombrados. Un tenue rayo de luz se abrió paso entre los celajes nocturnos anunciado el inminente amanecer.

Un inquietante sonar de cascos de caballo pareció llegar desde el interior del patio, nos giramos. No vimos nada, pero oímos y sentimos el rodar de una carreta y el galopar de unas invisibles caballerías sobre el empedrado del patio de Presidencia. El ruido creció hasta que pudimos percibir claramente la presencia espectral del carro. Al pasar frente a nosotros adivinamos unas fantasmales sombras de caballos de tiro azuzados por el látigo de un espectro. El grito del incorpóreo auriga heló la sangre en nuestras venas y el chasquido de sus fuetazos fue apagado por la carcajada infrahumana del etéreo y pestilente cuerpo de lo que pudo haber sido una religiosa que le acompañaba en el pescante. Desde algún recóndito lugar del aljibe el coro horrible del llanto de unos niños multiplicaba su eco a través de la bóveda. Sólo fueron segundos. Interminables y dramáticos.

Allí, turbados aún por lo sucedido, convinimos en no contar a nadie nuestra extraordinaria experiencia. Sin embargo, no acordamos nada respecto a escribirla… recursos de político.

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La leyenda de los besos de agua

La leyenda de los besos de agua

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Corría el año 1157, hacía cerca de cuarenta años que la musulmana Saraqusta se había rendido al ejército de Alfonso I. Frente a los pujantes avances cristianos, los restos reino almorávide se desvanecían. Los beréberes almohades, en poco más de diez años, eran ya dueños de la mitad del antiguo Al-Ándalus; sin embargo, en una franja central, resucitaban los reinos taifas andalusíes, unas docenas de caudillos en pequeñas ciudades y villas mantenían señorío e independencia: Albarracín, Morella, Cuenca, entre otras. Uno de estos señoríos olvidado por los almorávides, amenazado por el naciente imperio almohade y deseado por el reino de Aragón, trataba de sobrevivir.

El señorío de Segura no representaba amenaza alguna para ninguno de los bandos contendientes, pero sí un camino para la conquista de Morella. Su caudillo Mohamad era un hombre sabio y prudente y cuando le comunicaron que por las cercanías de su territorio andaban las tropas del príncipe de Aragón, Ramón Berenguer, decidió someterse al vasallaje del Conde de Barcelona. La entrevista tuvo lugar en Tortosa. Mohamad vistió sus mejores galas para presentarse a su señor, sus presentes fueron insuperables: sedas de Damasco, perfumes de Bizancio y dos hermosos caballos árabes. El monarca aragonés le recibió en la fortaleza, por respeto a las creencias de Mohamad no quiso hacerlo en la catedral donde acostumbraba a acoger a los embajadores cristianos. Sin embargo, al caudillo de Segura, no le hubiese importado, porque en su señorío convivían pacíficamente vasallos cristianos y musulmanes, junto con algunos artesanos judíos. A todos ellos trataba de igual manera, consciente de que la posición estratégica de la villa, rodeada de reinos de ambas creencias, no le permitía tener trato preferente. Tanto era así, que, el bosque, la fuente y los terrenos de alrededor del señorío eran de propiedad comunal – hecho bastante insólito, por aquellos lares -.

El árabe quedó impresionado por la prestancia de Ramón Berenguer IV; era alto, de rostro noble curtido en mil batallas, de barba muy bien cuidada, sereno – a pesar de la reciente muerte en Huesca de su suegro, el rey Ramiro -. Le esperaba sentado en un sencillo trono, que era un simple sillón de madera, con un par de cojines carmesí. Hizo una señal con la mano derecha rogando a Mohamad, que permanecía de hinojos, que se levantara. Así lo hizo el moro, que quedó de pie frente al conquistador de Lérida.
Conversaron sobre el futuro de aquellas tierras comunes y amadas, el vasallo – era menester – se puso a la disposición de su señor. Ramón Berenguer no se anduvo por las ramas y pidió a su nuevo súbdito el apoyo para la conquista de Alcañiz. No era nada extraño que reyes cristianos tuviesen feudatarios mahometanos y viceversa, por tanto, tampoco era sorprendente que le pidiese ayuda para atacar una ciudad musulmana. Eso o acabar como Prades, tomada por el de Aragón hacía cuatro años.

Doce lanzas, treinta hombres de a pie y algunas acémilas fueron la aportación de Segura a la toma de Alcañiz. La Historia no cuenta la bravura de Mohamad en la toma de la plaza, ni cómo su alfanje se llenó de sangre sarracena ni de cómo levantó el pendón de Aragón al conquistar la torre de homenaje del castillo. El signum regni cuatribarrado quedó para siempre sobre el cerro que vigila al río Guadalope.

Volvieron las victoriosas tropas a Segura con dos lanzas menos y media docena de gentes de a pie tullidas o heridas; sin embargo las acémilas regresaron cargadas con el botín de la victoria. Otro río, el de Aguas Vivas, recibió a los vencedores.

Mohamad, enriquecido por el cuantioso botín, decidió construir una fortaleza que guardara Segura y sus territorios. Todos sus vasallos, sin distinción de religión ni condición, apoyaron a su señor. Los siervos trabajaron en sus murallas, mientras los artesanos construían artesonados, puertas, techos y defensas. Las mujeres cocinaban y algunas ejercían de aguadoras. Todo Segura contribuyó a la construcción, mientras el señor guerreaba a las órdenes del Príncipe por las tierras del valle del Ebro. Cinco años después volvía con sus muy mermadas huestes, Ramón Berenguer había muerto y él consideraba que hasta que el rey niño Alfonso tuviese edad para comprenderlo, no estaba obligado a prestar nuevo vasallaje. Así es que decidió poner todo su esfuerzo en la terminación de su castillo.

Un día, vigilando las obras, observó una joven aguadora que, cazo en mano, mitigaba sed y cansancio con la frescura del agua y la alegría de su carácter. Su pelo, algo rizado, se arremolinaba aquí y allá como caracolas del cercano Mediterráneo. Su sonrisa mostraba dos hileras de perfectos marfiles en formación; sus ojos jugaban a pícaros guiños con el sol huidizo de la hora nona. Era cristiana, pero eso poco importaba, el mismísimo profeta le hubiese pedido agua. La sombra del, casi, concluso castillo se recortó sobre sus pies descalzos. Mohamad creyó que iba a llorar de emoción; él, que había matado a hombres para obtener los favores y protección de su rey, que había quemado aldeas, destruido cosechas, saqueado hogares, sentía ahora, el sabor de las lágrimas.

Volvió todos los días hasta que la fortaleza estuvo terminada, y todos los días bebió del agua que le ofrecía la muchacha. Con una leve reverencia, ella se acercaba y le ofrecía más que agua: ¡vida! La doncella tendría apenas 17 ó 18 años, él con sus casi cuarenta, todavía mantenía el vigor de un joven y sus extremidades estaban intactas, y aunque media docena de cicatrices se repartían por todo su cuerpo, ninguna tenía en el rostro, que se afeitaba concienzudamente para aparentar una juventud que ya había dejado en los campos de Tarragona y del Valle del Ebro. Meditó cómo atraer a la joven, imaginó hacerla su esposa “wa sha’Allah”, exclamó en voz alta; sin embargo, no podía tomarla como tal: él ya tenía tres mujeres musulmanas de sangre real y era el señor de aquellas tierras, y por tanto, su dueño.

El mismo día que se dispuso a habitar el castillo, propuso al padre de su adorada que ésta, entrara al servicio de sus esposas en la fortaleza. El hombre se excusó diciendo que estaba comprometida con uno de los artesanos que más se habían prodigado en la construcción y que además, la boda iba a ser pronto, para la primavera. El musulmán no respondió e hizo un gesto con la mano para que su interlocutor se retirara. Con una reverencia se marchó el hombre dejando a Mohamad sumido en sus pensamientos.

La primavera llegó en paz (cosa muy difícil en aquellos – y en todos – los tiempos) El bosque se llenó de verdor y flores. Mohamad salía todas las mañanas con su caballo árabe blanco palomita a recorrer sus tierras; sin embargo, su intención, era encontrarse con la bella aldeana. La vio camino de la fuente, moviendo sus pies menudos, tan sutilmente, que imaginó que flotaba. Espoleó ligeramente al corcel hasta ponerse a la altura de la andarina. No voy a transcribir el diálogo del moro con la campesina, porque es el diálogo eterno del amor. Sería como tratar de contar un atardecer a las montañas que ocultan al sol, como pedirle a la flor que se abra para recibir la lluvia. El caso es que la subió a la grupa de su caballo y se encaminó hacia las afueras del pueblo, al fondo de la garganta del Aguas Vivas. La moza le miró a los ojos cuando él la ayudó a bajar del equino. Caminaron de la mano con la naturalidad de las historias imposibles. Porque era un amor sin posibilidades, sin futuro. Ella le contó que a la semana siguiente sería la boda, era un compromiso acordado por los padres, y que su prometido era un buen muchacho, el mejor artesano de la villa. Mohamad estuvo a punto de abrazarla, de forzar su amor; sin embargo se contuvo.
Llegó al castillo de mal humor, no quiso cenar. Se acostó solo, no pudo dormir, la imagen de Catalina, así se llamaba su pasión, le atormentaba. Se durmió imaginando su serrallo iluminado con la presencia de la joven.

A la mañana siguiente llamó de nuevo al padre y al prometido de la doncella. Sin ninguna dilación les propuso que renunciaran a la boda. Catalina entraría en su harén y bastante problema tendría él con sus esposas para convencerlas de que una infiel compartiría lecho con ellas. Los dos hombres que permanecían con la cabeza baja en señal de respeto se miraron asombrados, y sin levantar los ojos respondieron valientemente con una total negativa. Montó el señor en cólera, sin embargo, no se amedrentaron: “Es cristiana”, repuso el padre “jamás aceptaría”, aseveró”. Y además, “es mía”, respondió el joven, levantando la vista del suelo. Mohamad miró aquellos dos lugareños y por un momento pensó en pasarlos a cuchillo; luego, reaccionó: había visto al joven y al viejo trabajando de sol a sol construyendo su castillo, y estaba seguro de que, así, nunca tendría el amor de Catalina, sintió amargura y celos. Se contuvo:

– De acuerdo, puedes casarte con ella… pero te recuerdo que haré uso de mi derecho de pernada.

Pareció que una invisible fiera hubiese mordido a los dos hombres. El moro agarró la empuñadura de su alfanje temeroso de que le atacaran; sin embargo se contuvieron y se mordieron la lengua, sólo en contadas ocasiones el amïr había ejercido el derecho que las leyes, cristianas y musulmanas, le concedían.

La mañana del domingo amaneció soleada. Iba a ser un bonito día, todo estaba preparado para la boda. Nadie comentó nada a la muchacha respecto a las intenciones del señor. Los hombres de la aldea se reunieron preocupados. Discutieron si enviar un mensajero a la corte de Doña Petronila y al fin desistieron, la reina tenía asuntos graves; además, sabían la estima e interés que sentía la soberana por Mohamad: el castillo de Segura y algunas fortificaciones de calatravos y templarios eran las defensas del reino frente a una invasión desde el musulmán reino taifa de Valencia.

La ceremonia fue alegre y festiva, como la primavera misma. En su castillo, el señor de Segura sentía aumentar su desdicha. A media tarde la fiesta estaba en su apogeo, los bailes y canciones que llegaban desde la plaza hasta el último torreón, enloquecieron a Mohamad. Envió a varios de sus hombres de confianza armados hasta los dientes en busca de la joven. Cuando llegaron a la plaza los aldeanos, tanto cristianos, como musulmanes se aprestaron a defender la suerte de Catalina.

Ella se dio cuenta de la situación, se acercó a su esposo y le acarició:
– Dejadme hablar con él – dijo. No quiero que muera nadie. Si no vuelvo en un par de horas, venid a por mí al castillo.
Los soldados la acompañaron a presencia de su señor. Cuando vio entrar a Catalina bajó la cabeza; avergonzado de su propia felonía.
– No quería que esto fuera así… pero te amo – dijo balbuceante.
– Y con esta actitud provocas mi desgracia y la tuya.

Se acercó temblando a la moza:
– No puedo apartarte de mi cabeza.
– Sabes que no puede ser – respondió ella, acariciando su rostro bruno.
Permanecieron sentados sobre unos almujádda de seda, uno al lado del otro; él sin osar tocar a Catalina y ella escuchando la entrecortada respiración de su señor. Le habló de los califatos allende las fronteras de la península y ella le contó historias de la aldea. El tiempo pasó tan deprisa que a los pájaros les anocheció antes de llegar al nido y el ganado regresó solo a los establos.

El sol se ocultaba. Desde la ventana de la torre, podía verse a los lugareños avanzar hacia la fortaleza. Horcas, azadas, hachas, todo valía para defender lo que consideraban una ofensa. Detrás de los hombres andaban todas las mozas del pueblo. Llegaron frente a la torre del homenaje, el alcalde hizo un ademán con la mano y todos se detuvieron:
– Quiero hablar con nuestro señor – dijo a los guardias.
– ¿Crees que es lícita vuestra actitud, alcadi? – gritó Mohamad desde la torre.
– La misma que la vuestra enviando gente armada y abusando del poder.

El amïr se dio cuenta de que sus vasallos estaban dispuestos a todo, se giró y miró a Catalina:
– Te quieren casi tanto como yo.
– No puedes defraudarles, por tu amor… por nuestro amor – dijo la muchacha, bajando la mirada.

El moro quedó sorprendido, nunca había pensado en los sentimientos de ella. Se acercó a la ventana y preguntó al alcalde.
– ¿Qué demandáis?
– La devolución de Catalina a su marido y vuestra renuncia al derecho de pernada para siempre.
– ¿Qué me ofrecéis a cambio? – contestó, tratando de encontrar una salida digna.

  1. Nuestras propiedades comunales del Carrascal.
  2. De acuerdo – respondió Mohamad, mirando a Catalina.

Ella comprendió qué poco importaban al señor de Segura aquellas propiedades; sin embargo, era la forma más noble de dar la victoria a los lugareños. Se fue sin mirar atrás. Le pareció oír un sollozo, mientras abandonaba la torre. Cuando se abrazó a los suyos y contó que era tan doncella como cuando entró en el castillo, se desató de nuevo la fiesta que se prolongó hasta el amanecer. Nadie vio al compungido Mohamad abandonar el pueblo a lomos de su blanco palomita.

Algunos meses después llega un correo de la reina pidiendo ayuda a Mohamad. Las tropas almohades avanzan amenazando al reino. Los lugareños parten en busca de su ausente señor, ya que la defensa de la extremadura del reino por la Sierra de Cucalón, y de los ríos Martín y Aguas Vivas, le está encomendada. Regresa el moro a Segura y viendo la difícil situación decide no esperar la llegada de los beréberes y sale a su encuentro. Entre las fuerzas está el esposo de Catalina. Atraviesan varias leguas de bosque de pino, robledales de quejigo y sabinas. Llegan a unas muelas de un lugar al que los pastores llaman Teruel; allí se apostan, en la muela más alta.

Las fuerzas invasoras se aproximan y son detectadas por la guardia. Son más numerosas que los seguranos; sin embargo, estos cuentan con el factor sorpresa y la posición inmejorable sobre el cerro. Los arqueros son los primeros en batir la vanguardia almohade. Poco, a poco, los atacantes logran alcanzar las posiciones defensivas y se entabla la lucha cuerpo a cuerpo. Los alfanjes y espadas brillan a la luz del atardecer. Mohamad pide un supremo esfuerzo a los suyos para derrotar al enemigo. Lanzando terribles gritos rechazan a los atacantes que ruedan muela abajo. Un grupo de defensores ha quedado cercado por los sarracenos, el señor de Segura se lanza impetuosamente para ayudarles, al grito de wa-llah; cercena cabezas y ensarta por doquier. Se da cuenta entonces de que el esposo de su amada está en peligro de ser degollado, espolea a su caballo y de un empujón derriba al asesino, gira sobre sí mismo y cercena la mano de otro atacante. El marido de Catalina, herido, se incorpora como puede. Cuatro moros más caen bajo la cimitarra de Mohamad. Los almohades se retiran desordenadamente, Mohamad se lanza en su persecución, de pronto, alguien se gira y le lanza un dardo que le alcanza en la faz. El señor de Segura no puede ver como sus enemigos escapan, una mancha roja le cubre el rostro.

El regreso es triunfal, han detenido el ataque y han dispersado a los árabes. Sin embargo, han sufrido muchas bajas, entre ellas el marido de Catalina, que no ha podido sobrevivir a sus heridas. Y el capitán de la tropa regresa gravemente herido en la cara.
Ha pasado un tiempo, Mohamad tiene una profunda cicatriz en la frente, que serpentea hasta el principio de la nariz. Lo más terrible: ha perdido la vista. No quiere estar con nadie, sólo recibe a sus hijos. Se refugia en su castillo, abatido por una terrible pesadumbre. Siente que ya no es un guerrero, no es un batallador, ya no podrá ofrecerle sus servicios al rey Alfonso; lo harán sus herederos que ya practican el arte de la guerra en el patio de armas.

En la aldea una cristiana piensa en él, noche y día. Catalina, con apenas veinte años recién cumplidos es la viuda más joven de Segura. No se atreve a visitarle en el castillo, duda de cómo sería recibida. Llora por los amores perdidos.

Un día ve salir de la fortaleza un hermoso caballo blanco palomita, va al trote, como si el jinete no tuviese prisa. El corazón le da un vuelco ¡es Mohamad! Desde una pequeña colina observa el trotar del noble bruto, y le ve dirigirse a la fuente que dista una legua de allí. El sol se está ocultando cuando llega al manantial. Allí sentado está el que fuese poderoso señor de Segura escuchando el murmullo del agua. Catalina se acerca sigilosamente, cuando está a pocos metros del moro, le llama. Mohamad se gira y reconoce la voz de su amada, abre los brazos en la dirección de donde viene su nombre, Catalina corre para abrazarle. Ambos se funden en una caricia largamente esperada. Una catarata de besos cubre a los dos amantes, la fuente sigue manando rítmicamente, el corcel relincha satisfecho.

La luna aparece callada sobre el bosque, uno de sus rayos plateados se estrella sobre el agua y la ilumina de pequeñas estrellas. La pareja permanece sentada imaginando luna y agua. Catalina besa los apagados ojos del guerrero y, como si de un ritual se tratara, humedece su falda en el agua y frota las ventanas ciegas. Mohamad se ríe de la ocurrencia: “Te quiero”, murmura.

Durante muchas lunas de innumerables noches, la cristiana y el musulmán se ven en la fuente y todas las noches de innumerables lunas, lava ella el rostro del amado con el agua iluminada de estrellas y besa los ojos que un día la vieron. “Te amo”, le dice, mientras la luna se baña en la fuente.

Como cada año, desde el día de la boda de Catalina, las doncellas celebran su emancipación del derecho de pernada: “La fiesta de las mozas”. La conmemoración se había convertido en regocijo para todo el pueblo, olvidando lo que un día significó, incluso se invitaba al señor. Mohamad, nunca ha asistido, pero esta vez se siente animoso.
Ensilla su caballo árabe y va al pueblo. No puede verlo; sin embargo el ruido de las caballerías, el sonido de los cachivaches y la algarabía, le dice que todo está muy animado y concurrido. Cabalga lento y precavido por temor a una caída. Un rayo de sol le da en la cara y se siente como deslumbrado. “Bueno, es tan sólo un recuerdo”, piensa, al notarlo de nuevo.

Llega al centro de la plaza, cesan las conversaciones y se inician los murmullos; todos están sorprendidos: “El señor está aquí”, oye claramente, agudizado su oído por la falta del sentido de la vista.

  1. ¡Catalina, tráele agua al amïr! – grita uno de los presentes.

Mohamad escucha las pisadas de la persona que más quiere y oye la voz más deseada.
– Tomad, señor – dice Catalina, mientras le da un cuenco con agua -. Es agua de la fuente – dice con complicidad.

Sin bajar del caballo, el señor de Segura, sonríe y coge el cuenco con la mano derecha. Se lo acerca a los labios y bebe un poco; luego, toma un poco de agua con la mano izquierda y se frota los ojos, devolviendo el gesto cómplice de su amada.

De repente, nota cómo un luminoso rayo de sol le atraviesa las pupilas y un tremendo resplandor le hace caer del caballo. Alguien grita. Todos los presentes rodean a su señor y le ayudan a incorporarse. Nadie sabe qué ha pasado exactamente.
Mohamad, ya erguido, mira a la bella campesina de los besos de agua de la luna.

  1. ¡Catalina, veo, veo! – y se abraza a ella, para no separarse jamás.

Cuentan algunos cronistas que la bella Catalina, llegó a ser la señora de Segura y que desde entonces, las aguas de las fuentes del lugar sanan diversas enfermedades y males, sobre todo oftalmológicos. También relatan que años después, sobre la muela donde Mohamad fue herido, Alfonso II de Aragón mandó construir la villa de Teruel y añaden que, en 1187, el hijo de Catalina y Mohamad, Rodrigo de Estada, prestó homenaje y sumisión a Alfonso por los castillos de Segura y Sietecastillos y que durante muchos siglos se siguió celebrando “la fiesta de las mozas”. Lo que no cuentan estos cronistas es el gran amor que se profesaron el resto de sus vidas Catalina y Mohamad, quizá porque los libros de crónicas precisarían de demasiadas páginas.

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Moon River

Moon river

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La pantalla es el calidoscopio de los sueños compartidos. Sobre ella se mezclan las fantasías de unos pocos para ser compartidas por muchos. A mí me gusta soñar y compartir, por eso no es de extrañar que ame el cine, que siempre lo haya amado. En mi memoria se guardan, como antiguas películas enlatadas, cada uno de los momentos en que fui feliz sentado en la butaca de las ilusiones, identificándome con los personajes, viviendo sus aventuras, sintiendo sus miedos, riendo con sus momentos felices. . . llorando en los tristes.

Recuerdo aquel día de otoño. Mis quince años quisieron celebrar la tarde de sábado. Anduve paseo abajo, los últimos rayos del tibio sol se despedían en el cristal de la vitrina del cine del barrio. Eché un vistazo sólo por ver qué “ponían”. Mi corazón de fotograma en Technicolor dio un brinco: Desayuno con diamantes. ¡El increíble estilo de la Hepburn, y el mejor papel de Peppard!

Busqué afanosamente en mis bolsillos y la realidad abofeteó a mi triste economía: no tenía dinero suficiente. Entré cabizbajo en el vestíbulo para consolarme con los “cuadros” publicitarios y… ¡oh maravilla!, allí, en el suelo, como mensajes de felicidad, brillaban un par de entradas para la sesión. Las recogí bajo la mirada del portero del local. Enfundado en su casaca roja el cancerbero observaba indiscretamente cómo vendía la localidad sobrante y con el botín me aprovisionaba de palomitas y Coca Cola. Feliz, me dispuse a entrar.

La sangre se me heló en las venas cuando aquella pareja le interrogó y le vi levantar su índice acusador. Un gorila treintañero, feroz y cejijunto, menos humano que King Kong, se acercó con la clara intención de recuperar sus localidades. Sin mediar palabra extendió aquella gruesa mano cansada de parodiar mal al amor; le entregué “mi” entrada y él siguió reclamando. Vacié los bolsillos entre sus amenazas y las risitas de su pareja. Y ahí me quedé: con el refresco y las palomitas en la mano, escuchando el inicio de la banda sonora. Las notas de Moon River se confundieron con las palabras del rojo “mariscal del vestíbulo”, un tanto avergonzado por su delación:
– Vamos, entra chaval – me dijo condescendiente y cómplice.

El río de la luna de la linterna del acomodador iluminó mi butaca, justo a tiempo para ver a Audrey pegada al intemporal escaparate de Tiffany’s. Bella y sensual.

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Cecilio

Cecilio

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Nadie le recuerda. Y sin embargo vivió en nuestra ciudad, caminó a nuestro lado y compartió nuestro tiempo. Quizás se cruzó, una olvidada mañana de invierno, con alguno de nosotros camino de su trabajo donde jamás faltó una sola vez; con su gabardina pasada de moda y su soledad a cuestas. Era un hombre normal, algo bajito, más bien delgado; que se refugiaba de sí mismo en las esquinas, y del resto del mundo entre las multitudes indiferentes de la gran ciudad. Si algo hubiese que destacar en Cecilio serían sus pobladas cejas sobre sus diminutos ojos grises; nariz y boca competían en tamaño y delgadez, la primera caía huesuda y prominente sobre la enorme gruta de labios demasiado finos dándole un aspecto de ave migratoria. Tenía esa edad misteriosa que se pasea entre la madurez de los cincuenta y la vejez de los setenta. No obstante, en el caso de Cecilio, la primera impresión dejaba corta la manifestación del carnet de identidad.

Su mesa de trabajo permanecía siempre ordenada. Cumplía con sus obligaciones con pulcritud, eficacia… y silencio, un buscado y estudiado silencio que le alejaba de las relaciones con sus compañeros de trabajo. Cecilio recordaba sus primeros años en la compañía eléctrica donde trabajaba, era joven e inexperto. Al principio se relacionó con otros colegas de edad y categoría profesional similar, ¡incluso desayunaban juntos! Pero pronto se dio cuenta del egoísmo de sus amigos; observó que los demás pedían cosas más caras los días que a él le tocaba pagar. Aquello debilitó su fe en la amistad y poco a poco fue espaciando sus salidas matinales hasta el extremo de desayunar solo en su puesto de trabajo. Con el tiempo, sus compañeros fueron promocionando o cambiando de trabajo. A Cecilio no le importó; además él ya tenía un amigo, un verdadero amigo.

Juan fue desde la escuela un fiel camarada de Cecilio, jugaban y estudiaban juntos y juntos conocieron las primeras sensaciones, las primeras emociones y los primeros amores. En la escuela todo el mundo se extrañó de que el extrovertido Juan, capaz de divertir, entusiasmar, incluso enamorar a todo el mundo, compartiese sus ratos libres con el tímido y escurridizo Cecilio. Sin embargo, la amistad, al igual que el amor, no precisa de razones. Fue precisamente un amor lo que separó a los dos muchachos.

Juan conoció a una bella joven de la que se enamoró y Cecilio quedó postergado al segundo puesto en la maratón del cariño. Y ya nunca tuvo un verdadero amigo.

Sin saber el porqué, últimamente, Cecilio, añoraba muy a menudo sus días de escuela. Aquella noche el frío le despertó cuando soñaba en los bellos momentos compartidos con Juan. Recordó que la otra manta estaba en el armario; salió de la cama tiritando y maldiciendo los días de invierno. La casa era muy grande, uno de esos céntricos pisos de los años treinta, de techos altos y espaciosas habitaciones que habitaron primero sus abuelos y luego sus padres, donde el calor lo ponían la familia y los braseros. Por enésima vez se prometió instalar calefacción eléctrica (al trabajar en la compañía de electricidad tenía una tarifa especial reducida) sin embargo, como siempre, olvidaría su promesa al día siguiente. Volvió a meterse en la cama confortado por la segunda manta y unos calcetines de lana. Quiso empalmar con el feliz sueño que le proporcionaba el reencuentro con el compañero de antaño; su mente rememoró el motivo del distanciamiento entre ambos: fue cuando Juan decidió casarse. Le envió una bella invitación de boda de color crema con dos corazones cruzados por la flecha de Cupido y una especial dedicación rogándole que fuese el padrino.

Cecilio meditó la oferta y valoró el costo que representaba: traje nuevo, desplazamientos y un magnífico regalo, ¡no iba a presentarse con cualquier cosa! Con una estúpida excusa rechazó la invitación, se ahorró un dinero… y perdió a su único amigo.
Se acurrucó en la cama y tapó su gélida y larguirucha nariz con el borde de la sábana, una lágrima, amarga e insolente, resbaló hacia su boca y se esfumó en la comisura de sus labios.

A la mañana siguiente había olvidado la triste noche pasada. Era domingo y el sol salió tímidamente para acompañar a los ciudadanos en sus paseos. Cecilio también salió a pasear, se detuvo al ver unos niños que jugaban. Indiferentes a las miradas del paseante los críos gritaban y se perseguían con la alegría propia de los años de la credulidad. Pensó que quizás le hubiese gustado ser padre, pero, para ello, tendría que haber encontrado una mujer; una buena mujer, trabajadora, ahorradora, ama de su casa, y madre; sin embargo, la vida, había sido demasiado dura en este aspecto: todas las mujeres que se habían cruzado en su camino tenían un agujero en la mano, apenas sabían cocinar y todas pretendían vivir en un palacio. Durante un tiempo recurrió a los amores de alquiler, ¡por lo menos conocía el costo exacto de la relación! No obstante, estas relaciones esporádicas se le hicieron poco amables; si pretendía conversar con ellas un rato le cobraban como si de sexo se tratara y, además, aquellas mujeres no podían hablar sin beber ¡con el precio al que cobraban la copa! Sólo lo lamentaba porque, de tanto en tanto, le hubiese gustado sentir otra piel recorriendo la suya y disfrutar de una bella esposa que le calentara esa cama tan fría y llenara, de sofritos y canciones, esa casa tan grande. Recordó a su abuela, ella era así, siempre complaciente con su marido, un hombre grande y luchador que había pasado gran parte de su vida trabajando duramente en plantaciones venezolanas. Su hijo, el padre de Cecilio, ya era otra cosa: un tipo vulgar y menudo, funcionario de correos, a quien la Parca se había llevado de una pulmonía a los treinta y pocos años, justo al año de quedarse viudo.

Enfrascado en sus recuerdos familiares llegó al restaurante donde comía los domingos. La paella era estupenda; y por seis euros con noventa la podía acompañar de ensalada, de buen vino tinto con gaseosa y café: todo un banquete; luego, lo hacía cada domingo, obsequiaba generoso al camarero con los restantes diez céntimos.

Terminada la sobremesa se disponía a levantarse cuando observó la presencia de unos vecinos, ¡estaba perdido! Eran los mismos que la Navidad pasada, viéndole solo, le invitaron a comer en su casa; ahora, en justa correspondencia debería, al menos, pagarles el café. Hizo ver que no les veía y se dirigió con celeridad a la puerta, el aire del exterior le llenó los pulmones; gratis.

Pero aquel domingo no sería tan feliz para Cecilio, un extraño temblor seguido por un agudo dolor precordial turbó su digestión. Pensó en tomar un taxi y dirigirse de inmediato a Urgencias; sin embargo recordó que los domingos la carrera es mucho más cara y optó por refugiarse en casa.

A la mañana siguiente, Cecilio, no acudió a trabajar; los vecinos tampoco le vieron en todo el día. El miércoles cundió la alarma y el presidente de la comunidad llamó a la policía. El infeliz apareció muerto sobre su lecho. Le encontraron agazapado entre sus dos mantas, con la mano derecha crispada sobre el brazo izquierdo; la nariz, hundida entre los prominentes carrillos, semejaba una vela abandonada por el viento de la vida. Una hermandad, centenaria en estos menesteres, se hizo cargo del cadáver y de los trámites previos al entierro.

Durante el sepelio un helado aire matinal sacudió a Juan y a los pocos compañeros de trabajo del infortunado Cecilio. Se estudiaban unos a otros tratando de que el trámite pasara pronto. Nadie lloró.

Cuando el notario solicitó la presencia de un representante del Gobierno Autonómico en la apertura del testamento del fallecido empezaron las sorpresas: Cecilio, a falta de herederos directos, dejaba todas sus posesiones terrenales a su Comunidad Autónoma. Las caras de indiferencia de los dos funcionarios, que asistían aburridos a la lectura de las últimas voluntades del insólito benefactor, mutaron por la sorpresa al escuchar la cantidad del legado: sesenta millones de euros. Lo que no pudieron conseguir, ni recurriendo a la diplomacia, fueron los otros setenta millones que el gobierno venezolano confiscó de las múltiples acciones y valores que poseía en el país sudamericano el finado, único heredero del creso y explotador hacendado que fue su abuelo.

Quizá alguno de ustedes, amables lectores, llegó a cruzarse con él en cualquier calle: era un hombre bajito, de aspecto insignificante, al que nadie recuerda y que sin embargo fue un gran benefactor. Dios le tenga en su gloria y en un lugar con buena calefacción.

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El director

El director

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No era un hombre antipático, ni tampoco carecía de sentido del humor, sin embargo era un hombre serio. Posiblemente su trabajo en el banco había hecho de él una persona solemne y formal. Había dedicado toda su carrera profesional – desde el humilde puesto de botones al de director de sucursal – a una misma entidad bancaria, a la que, durante aquellos cuarenta años, las opas y las absorciones, le habían cambiado el nombre media docena de veces. Cuando se jubiló, el banco tenía tal popurrí de siglas que parecía una sopa de letras. En el fondo los propietarios eran los de siempre: descendientes de piratas, filibusteros y de antiguos prestamistas al 60% de interés.

Sin embargo, su trabajo, no fue la verdadera ilusión de nuestro hombre. Tenía otro menester más placentero: la música. La llevaba en la sangre desde crío y el canto coral le entusiasmaba. Tenía apenas diez años, cuando entró en la escolanía de la parroquia y a los treinta era un buen director de coro. Ahora, ya liberado de los caprichos de las multinacionales del dinero, podía dedicarse a su coro con más entusiasmo, si cabe, que nunca.

Aquel día de ensayo, llevó una nueva partitura. La pieza no fue acogida por la coral con todo el entusiasmo que él hubiese deseado. Ese es uno de los misterios de la dirección: ¿Por qué hay temas que son aceptados unánimemente y otros, de igual o inferior dificultad, no son bien recibidos? Ésa es una pregunta tan compleja como la condición humana. No obstante, no era, nuestro director, hombre que se amilanara por esas cosas. Frunció el ceño y empezó a ensayar por voces, haciendo caso omiso a los comentarios. El caso es que, a trancas y barrancas, la canción fue siendo empastada y asimilada por todos. Los detractores no osaron comentarle nada, de poco hubiese valido, y la cosa tiró adelante.

La obra se atascaba en distintos parajes, parecía como si el duende del tono sesteara durante aquellos ensayos; pero, sobre todo, hubo un punto de inexplicable dificultad. Era la entrada después de un silencio general; cuando no eran las contraltos las que se adelantaban, eran los bajos y cuando ambas cuerdas entraban al unísono y a tono, fallaban las sopranos o los tenores. No, no era hombre de sonrisas, pero su rostro se volvía más adusto al llegar al punto en cuestión. Procuraba dar la entrada perfectamente sincronizada: mano derecha señalando a unos, mano izquierda apuntando a otros, cejas levantadas, mirada atenta. No hubo manera.

El anuncio del próximo concierto, causó gran expectación entre todos los coralistas, iban a cantar en el Gran Teatro Lírico. Sin embargo, quedaron estupefactos al leer el programa: estaba incluida la canción maldita. De nada sirvieron las tenues protestas ni los corrillos a “sotto voce”. La decisión estaba tomada.

En el ensayo previo, en los camerinos del Gran Teatro, se conjuraron todos para poner los cinco sentidos en el arduo momento de aquella entrada endemoniada. Y salieron dispuestos a dar todo lo que llevaban dentro.

La sala estaba atestada de público que les recibió con cariñosos aplausos. Las primeras canciones salieron perfectas, pero a medida que se acercaba el momento de interpretar la pieza nueva, aparecieron ligeros símbolos de agarrotamiento; sólo la veteranía de unos y la prudencia de otros, evitó el atisbo de fallo. Cuando sonaron los aplausos de la canción que precedía a la temida, sintieron un terrible desasosiego.

Sonaron los primeros compases, la copla sonaba correcta, los nervios andaban sueltos por el escenario. Llegó el palpitante momento, a un gesto del director callaron todas las voces. Silencio. Contuvieron todos el aliento a la espera de la señal de entrada. El director les miró fijamente; y su cara, cual gárgola de catedral gótica, dibujó una grotesca mueca, mientras sacaba una enorme lengua que fue el asombro de ellos, el escándalo de ellas y la admiración de todos.

Podría haber pasado de todo, desde un desconcierto total, hasta una carcajada general; y sin embargo, todo el coro, como una sola alma, entró a tiempo, a tono y con la mejor sintonía. El éxito fue total.

Nunca se comentó nada de aquello; quedó entre los coralistas y la larga, grande y áspera lengua del director. La canción, ahora, es la preferida del coro.

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El gran almacén

El gran almacén

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Visto desde la avenida es un majestuoso edificio. Enorme, capaz, atractivo y reclamante. Frente a su magnética fachada te sientes pequeño e insignificante; sumiso. Ya en su interior, no puedes evitar encontrarte algo confuso, perdido entre tanta maravilla y tanta oferta. Las vendedoras corren de un lado para otro como serviciales abejas; los vendedores nos susurran al oído las calidades y ventajas de los productos. Y aquel estado de pequeñez y temor, parecido al que sentimos al entrar en una gran catedral, queda pronto sustituido por una agradable sensación de poder. Todo está a nuestra disposición; al alcance de nuestro bolsillo vía tarjeta de crédito. Podemos, fácilmente, alcanzar el paraíso perdido. Y las cosas más inútiles, los trajes que tan sólo nos pondremos en un par de ocasiones, las lociones que jamás utilizaremos y los libros que nunca leeremos pasan a ser de nuestra propiedad. Y a cambio, el Gran Almacén, sólo nos pide fidelidad, dinero y…

Conocí a Luisa en el Gran Almacén. Andaba sorprendida y emocionada entre mostradores y escaparates. Desaparecía de improviso cargada de vestidos dentro del probador y al poco rato aparecía ataviada con el último modelo; con elegante coquetería comprobaba los resultados de sus mutaciones en el espejo que envolvía y decoraba una enorme columna cuadrangular. Desde prudente distancia contemplaba, divertido, sus idas y venidas: ora, vestida de domingo; luego, de cóctel y más tarde, con un sencillo vestido de paseo. Era una continua y agradable metamorfosis. Ella notó mi presencia y la impertinencia de mi inocente espionaje. Dejó el montón de ropa sobre el mostrador y se encaró conmigo: – ¿No tiene nada más que hacer? -, preguntó enfurruñada.

Miré a mi interlocutora: Espigada, pero no demasiado alta; estilizadas piernas que terminaban en una correcta cintura bajo unos pechos firmes que desafiaban, majestuosos, la gravedad; sin embargo, era su cara lo más atrayente. No negaré que, como todos los hombres, había iniciado mi inspección por las piernas; no obstante, justo es reconocer, que, como casi todos, no emití mi juicio definitivo hasta llegar al rostro. Sus hermosos ojos, color verde mar, eran la joya de la corona entre las otras perfecciones que no desmerecían frente a la primera. El final de su frase me sacó de mi ensimismamiento: ¿. . . nada que hacer?

– Perdone. . . no quería molestarla – repuse aturdido -. Es usted tan hermosa. . .
La vi fruncir aquel bello ceño y preparar sus carnosos labios para la respuesta devastadora. Un hombre, entrado en los sesenta, que había oído mi torpe excusa, hizo un inesperado comentario al pasar por mi lado: – Efectivamente muchacho. . . es bellísima.

Nos callamos sorprendidos con el comentario del caballero que se alejó guiñándonos un ojo en un gesto de complicidad. Luisa y yo quedamos frente a frente sin saber que decir; luego, estallamos en una desenfadada y mutua carcajada. A partir de aquel momento reiríamos muchas veces juntos.

Nos vimos a menudo. Nuestro lugar de cita era el Gran Almacén. Allí acudía gozoso al encuentro de Luisa; ella me esperaba en alguna de las plantas y aprovechaba la espera para hacer un repaso a las últimas novedades. En ocasiones, quedábamos citados en la cafetería del último piso, y, siempre con retraso, aparecía radiante y feliz cargada de paquetes y bolsas con el anagrama del Almacén. En otras, quedábamos en el cuarto piso – donde estaba la peluquería – y era gozoso verla sorprenderme con su nuevo peinado, dispuesta a ir a bailar o al cine.

Con el tiempo nuestra amistad fue creciendo al mismo ritmo que crecían nuestros sentimientos. Noté que estaba enamorándome cuando las horas sin ella se me antojaban eternas, cuando descubrí que contaba el tiempo que faltaba para verla; cuando una llamada suya me parecía el más dichoso de los acontecimientos. ¿No les he hablado de su voz? . . . perdonen, describiéndola he omitido su mejor virtud: su voz. Un timbre armonioso y cálido; un tono rítmico y sensual; una marea echa sonido; una caricia para los sentidos. Porque no sólo era el oído el beneficiario de sus palabras, lo eran todos los sentidos, incluido el tacto y el olfato: ¡cuántas veces he acariciado al teléfono tratando de acariciar su voz!, ¡cuántas he percibido el aroma suave de su piel a través de sus vocablos!
Y sin embargo, había algo que oscurecía en parte nuestra relación. Al principio no fue nada preocupante, tan sólo una pequeña nube en el cielo de nuestra felicidad. Luego, el hecho, fue encapotando nuestra convivencia. ¿Por qué pasaba tanto tiempo en el Gran Almacén? ¿Por qué quemaba su dinero en cosas prescindibles? ¿Por qué motivo nuestras citas tenían que comenzar o terminar en aquel edificio? Es más, cada vez que hacíamos una escapada a otra ciudad tenía que pasar, inexorablemente, por la sucursal local del Gran Almacén. A mí me horrorizaba; me parecía no haber salido de casa: todos los pasillos, las estanterías, los escaparates y los productos eran exactamente iguales; incluso los vendedores y vendedoras me parecían clónicos. Era desesperante. Recuerdo que un día, visitando uno de esos lugares, perdí la noción del tiempo y del espacio; no sabia dónde estaba. Sentí un vértigo y una desorientación terribles, por suerte había algún médico entre la clientela y se ocupó de que me trasladaran a urgencias. Me diagnosticaron una desorientación temporo – espacial. Todavía hoy no recuerdo el nombre de la ciudad y sin embargo, puedo rememorar la planta – era la quinta – y las caras de los asustados dependientes: todas iguales. Como en Madrid, en Barcelona, en Marbella. . . iguales uniformes, iguales rostros; iguales todos.

Aquello enturbió nuestra confianza, pero no nuestro amor. Nos queríamos, era evidente; no obstante, yo no estaba dispuesto a aquel tipo de dependencia. Puse mis condiciones. Luisa aceptó mi fobia al Gran Almacén y, al propio tiempo, prometió controlar sus visitas al lugar. No me fue fácil, traté de demostrarle los teje manejes de aquel negocio; las tarjetas oro que repartía entre funcionarios y políticos; las exigencias a los proveedores desde su posición de fuerza etc., etc. Los contra argumentos de mi amada eran de peso: los puestos de trabajo que habían creado, su volumen de negocio, la calidad de sus productos. La oí defender, con aquella magnífica voz, al Gran Almacén, como si de uno de sus ejecutivos se tratara. En parte sus alegaciones eran ciertas; pero se trataba de verdades a medias o medias verdades como se prefiera. Detrás de sus cientos de empleados estaban los miles de pequeños comercios cerrados, la explotación horaria, las fiestas escamoteadas; la condescendencia con los clientes poderosos. En el trasfondo de su envidiable facturación se escondían inversiones tan extrañas como suculentas, amparadas en la legislación vigente… de las Islas Caimán. En cuanto a la buena calidad de sus productos el tema era obvio: es imposible prosperar comercialmente con productos de medio pelo.

Durante un tiempo descendieron las visitas de Luisa al Gran Almacén, o así lo quise creer. Paseábamos procurando evitar la avenida; hacíamos turismo rural y salíamos preferentemente de noche, cuando los comercios están ya cerrados. Me esforcé en no volver a hablar del asunto, incluso cuando me regalaba alguna cosa cuya procedencia no ofrecía dudas.

Nos casamos un sábado. No me pregunten como lo consentí – el amor es pura condescendencia – ¡la boda la organizó el Gran Almacén! Suyo era el vestido de la novia, la lista de boda, el catering que sirvió la cena y la agencia que nos organizó el viaje de luna de miel. Sé que pequé de ingenuo (soy ingenuo por naturaleza), pero me engañé a mí mismo creyendo que al convivir con ella me sería más fácil sacarla de su adición. El primer aviso serio lo tuve en el banquete nupcial. Sacaron la tarta, cuya forma recordaba al Gran Almacén, y los asistentes fueron obsequiados por parte de la firma. Los hombres con un cheque de compras; las señoras, con un vale para la peluquería, un tratamiento de belleza o un masaje. Mientras habrían sus sobres miré a mis invitados: por un momento sus rostros me parecieron casi idénticos, como niñas saliendo uniformadas de un colegio de monjas, igual que un batallón de soldados listos para jurar bandera. Creí que me ahogaba. Sujeté a mi galopante corazón con la mano derecha y giré el rostro en busca del de mi amada, contuve un grito de horror: sus hermosas facciones habían mutado en un rostro vulgar y repetido en la cara de los trescientos invitados. Me froté los ojos con desesperación. Miré de nuevo: todo volvía a ser normal y la novia la más bonita del mundo. No dije nada a nadie.

Pasaron dos años llenos de felicidad y ternura. Salvo cuando llegaba la factura del Gran Almacén, no teníamos ni la más mínima discusión. Mi enemigo – era más que un competidor – había crecido de forma desmesurada. La firma había adquirido a otros grandes almacenes que iban cediendo al empuje empresarial de aquel. Era una poderosa máquina de hacer negocio y de capturar clientes. Los elegía concienzudamente, ya desde la infancia. Los acostumbraba al: tenemos de todo; los mimaba en la adolescencia, los protegía durante la juventud y los explotaba concienzudamente en el momento álgido de sus vidas: en su cenit profesional y de consumo. Luego, en la madurez, mantenía a los económicamente acomodados y se iba deshaciendo de los de rentas más bajas. La vejez no le interesa, incluso en rentas importantes: demasiadas devoluciones, demasiado tiempo de dedicación por parte de sus empleados. Sin la existencia del Gran Almacén aquellos dos primeros años de matrimonio hubiesen sido perfectos.

El nacimiento de nuestro hijo trajo las desavenencias más graves. Me negué a pasear al niño entre las paredes de aquel antro. Sospechaba, no sin fundamento, que Luisa llevaba al niño a escondidas en sus escapadas al cautivador edificio; a pesar de todo no quise ser excesivamente intolerante y disimulé. Un hecho, insólito para los no iniciados, cuando nuestro retoño tenía cinco años, colmó el apurado vaso de mi paciencia.
El fallecimiento de una de las amigas íntimas de Luisa fue brutal e inesperado. Un infarto cerebral de motivo desconocido, en una parca sobremesa – nunca mejor dicho – se llevó a la infortunada, y a su dieta de astronauta, al espacio infinito de las siluetas perfectas, apenas cumplidos los treinta y ocho. En sus últimas voluntades pedía a sus amigas que su cadáver fuese incinerado y las cenizas esparcidas en la segunda planta – moda para señoras – del Gran Almacén; según ella, era el lugar donde más feliz había sido. Podría haberle perdonado a Luisa el asistir al desconcertante rito si lo hubiese hecho sola, sin embargo no pude perdonarle haber llevado a nuestro hijo. Durante dos meses la pobre criatura tuvo terribles pesadillas. Hablamos de separación, de arrepentimiento, de comprensión, de razonamiento; al fin obtuve la firme promesa de Luisa de no aparecer por el Gran Almacén.

Los siguientes meses fueron de desasosiego. La veía triste, distraída, con los ojos extraviados en un extraño horizonte; incluso sufrimiento físico. Su mirada se tornó lánguida y unas profundas ojeras se pintaron en su otrora bello rostro. Cedí, sé que no debí hacerlo; sin embargo, cedí. Podría volver al Gran Almacén siempre y cuando, la oferta o el descuento valiesen la pena. A cambio obtuve su palabra de honor de no llevar nunca más al niño.

Volvió a ser la misma recuperó su belleza, sus ganas de vivir; su estado de ánimo dio un vuelco sorprendente, como el aumento de las facturas del Gran Almacén. Y me acostumbré, me acostumbré a sus largas ausencias, a llevar trajes de un tal Tucci, a las colonias de nombre francés, a la moda infantil impuesta, a los libros de texto comisionados y a dedicar un tercio de nuestros ingresos a la maldita tarjeta de compra a crédito. No fue suficiente.

Un par de años después había perdido a mi esposa. Mi hijo y yo, convivíamos con una extraña; no era ni su madre, ni mi mujer, era un promotor más del Gran Almacén, solo que sin sueldo. Decidimos separarnos, el juez le dio la custodia del niño; en sus conclusiones dijo no encontrar motivos para separar al niño de su madre: “todas las madres compran en el Gran Almacén y no por ello dejan de ser buenas madres” – escribió en la sentencia – y añadió: “es más, toda buena madre debería comprar en el Gran Almacén”. A mí, el escrito, me sonó a eslogan publicitario; por eso no me extrañó, días después, ver salir al juez cargado de paquetes de. . . ya saben ustedes dónde.

Transcurrió un tiempo – dos temporadas, para mi ex esposa – los fines de semana el niño me comentaba sus avances en la escuela y, sin yo preguntarlo, las relaciones con su madre: eran distantes, no había malos tratos, ni abandono, tan solo distancia. Distancia que se había ensanchado desde que Luisa salía con un empleado del Gran Almacén, a quién los propios compañeros llamaban Pokemon por sus increíbles piruetas a la hora de colocar un producto. Las visitas de ella al funesto edificio eran cada vez más numerosas y en ocasiones, demasiadas, se hacia acompañar de nuestro hijo. Traté de quitarle hierro al asunto – siempre había sido una buena madre – pero quedé hondamente preocupado.
Aquella tarde de finales de invierno, les vi entrar en el Gran Almacén. Ella llevaba la avidez escrita en su cara, de la mano tenía asido al niño que parecía resistirse a entrar, desde una prudente distancia les seguí. Pararon en la segunda planta, tálamo funerario de aquella amiga. Luisa removía con deseo y excitación la mercancía que se ofrecía como rebaja. El niño se soltó de la mano y quedó a un par de metros del mostrador. Varias mujeres, y algunos hombres, se disputaban las prendas allí expuestas, las más solicitadas eran las que parecían gustar a alguien, así cuando una pieza era deseada se establecía una tensa lucha, incluso se pasaba a palabras mayores o a soterrados golpes en las espinillas. Al acercarme, el niño se echo en mis brazos:
– ¡Papá! – exclamó

Luisa levantó los ojos. En sus manos estaba el codiciado trofeo de una blusa carmesí que jamás estrenaría, trató de hacer un gesto para recuperar al niño; alguien tiró de la blusa con ánimo de arrebatársela. Luisa se giró veloz y de un hábil manotazo se deshizo de la osada competidora. Nos miró: – Llévatelo, será más feliz contigo – dijo, mientras sus ojos se posaban en una camisa de fabricación oriental.

Nos dirigimos hacia el ascensor, lentamente, sin dejar de mirar a aquella mujer que tanto había representado en nuestras vidas; su rostro quedó mimetizado con el de los demás: anodino y vulgar; opaco. La puerta se cerró separando nuestros mundos. Salimos fuera con la sensación de una recién estrenada libertad. El aire frío nos azotó el rostro, le ajusté la bufanda al niño. Un grupo de quinceañeros se despojaba de sus abrigos y chaquetas, parecían no sentir el intenso frío reinante, gritaban alborozados señalando un cartel publicitario que rezaba: Ya es primavera en el Gran Almacén.

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Concurso literario de la Cartuja BajaRelatos del libro «Concursos Literarios de la Cartuja Baja»

La colina blanca

La colina blanca

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La estación se asoma a la mar sorprendida de tanto azul. Un bosque de cables eléctricos cruza las vías comunicando esta estación con la otra, y con aquella más lejana. En el andén un grupo de viajeros espera el próximo tren, el día está claro y brillante. Algunos de los que aguardan exponen su rostro al sol y por un momento el andén se convierte en playa.
Una voz, de acento y tono transfigurado por la tecnología, anuncia la próxima llegada del convoy; casi sin convencimiento recita la procedencia y el destino del expreso. Por un momento cesan las conversaciones y las manos buscan las asas de los equipajes.
La poderosa “dos cinco dos” se detiene frente a los que esperan, los vagones abren sus puertas y los viajeros suben con prisa, los contumaces rayos del sol les acompañan hasta arriba, el andén y las piedras de los raíles no se resignan a dejar de ser playa. Prefieren ser naturaleza que camino.

El interior del coche ofrece una fresca penumbra que los recién llegados agradecen. Es la típica unidad que lleva compartimentos de varias plazas, con una puerta que les separa del pasillo. Mirando el número de su reserva los pasajeros van acomodándose en sus asientos, es una búsqueda que siempre llena de emoción, de incertidumbre. Sin duda todos se preguntan qué les reserva el destino, quiénes serán sus compañeros de viaje. . . qué aventura les aguarda, siempre hay misterio y encanto en un viaje en tren.
Una vez acomodados no pueden evitar escrutarse unos a otros. Unos tímidamente, con descaro y desenvoltura otros, con fingida indiferencia los menos.

En el reservado de nuestra historia tenemos a ocho personajes, cinco hombres y tres mujeres. En el asiento de la derecha una bella muchacha comparte plaza con una dama de media edad y dos hombres entrados en los cuarenta. Uno de ellos viste un impecable terno oscuro, el otro, ha sacado un ordenador portátil con un gesto de autosuficiencia. Frente a él, un señor de pelo cano, con los sesenta ya olvidados, guarda su pipa al darse cuenta que está en un vagón de no fumadores. A su lado un joven de aspecto agradable sonríe al ver el gesto de su vecino. Una mujer cercana al medio siglo y un muchacho de apenas veinte años, completan el grupo.

Pronto se iniciaron las conversaciones que, fueron seguidas por todos, con la excepción del informático y del hombre elegante. Éste último sacó disimuladamente una cajita de su equipaje que volvió a guardar después de acariciarla durante unos instantes. La extraña operación se repitió en dos o tres ocasiones y no pasó desapercibida por el resto de los presentes.

Cuando el tren llegó a la siguiente estación, el hombre de la cajita se levantó con la intención de apearse.
– Buenos días – dijo a modo de despedida.
– Buenos días – contestaron todos, prácticamente al unísono.

Al cabo de breves minutos el convoy reanudó su marcha alejándose del apeadero y del silencioso pasajero.

En el compartimento siguió la animada conversación y el aislamiento cibernético del ejecutivo que no levantaba la mirada del teclado.

De pronto el veinteañero lanzó una exclamación:
– ¡Ese hombre se ha dejado la cajita!

Todos los presentes dirigieron su mirada sobre el asiento vacío del hombre elegante. En efecto, la misteriosa caja, asomaba semioculta en el lugar que había ocupado el ausente.
– Hay que entregársela al revisor – comentaron la chica guapa y su vecina de asiento.
– Cierto, a estas alturas, ya se habrá dado cuenta de su descuido y estará preocupado por su olvido – matizó el señor canoso.
– Voy a entregársela ahora mismo – dijo el joven.
– Te acompaño – apoyó el otro muchacho.
– ¡Un momento! – gritó el ejecutivo cerrando su ordenador. Deberíamos ver qué contiene, pudiera ser algo valioso. . . algo que mereciera una recompensa.
– No sé si debemos – dijo la mujer sentada entre los dos jóvenes.
– ¡Claro que debemos, insisto! – masculló el del ordenador.
– En todo caso debe decidirlo el muchacho que es quien lo ha visto – repuso una de las mujeres.
– No sé, no sé – repitió, en audible soliloquio, el hombre mayor.
Alguien lanzó una nueva sugerencia: – Hagámoslo a votación.
Se miraron unos a otros interrogantes con la intriga reflejada en el rostro. El ejecutivo tomó la palabra y el mando de la situación.
– Mi nombre es Pedro Pérez, dirigiré la votación. . . primero las damas.
– Mi nombre es Laura – dijo la muchacha de bello rostro. Soy demasiado curiosa para perderme esto, mi voto es: sí.

La vecina de Laura miró con cierto asombro a los demás, bajó con timidez la cabeza y la movió de arriba abajo rítmicamente, en clara señal de aceptación. Todas las miradas se concentraron en la última mujer.
– No creo que sea prudente abrir algo que no nos pertenece, mi voto es negativo.
Hubo un gesto de contrariedad entre los presentes, la voz de Pérez sonó fuerte y segura:
– Mi voto es afirmativo ¿Y el suyo Sr.?
– Blasco, mi nombre es Blasco. Y creo que la Sra. tiene toda la razón. . . lo siento.
– Tres a dos – contó Pérez en voz alta.
– Yo voto que sí. Por cierto mi nombre es Diego – dijo el joven, mirando a Laura.

Todos los ojos se posaron sobre el veinteañero que halló la caja.
– ¿Mi nombre? Juan, me llamo Juan, colegas.
– Seis inquisitivas miradas cayeron, como el rayo, sobre Juan.
– Una broma, ha sido una broma. . . voto que sí ¡Si he sido yo quien lo ha descubierto!
– Es cierto – repuso la vecina de Laura. Si hay una recompensa debe ser suya.
– Mire Sra. – intervino Pérez. Si bien el primero que lo ha visto ha sido el muchacho, la caja estaba ahí y tarde o temprano la hubiésemos descubierto cualquiera de nosotros.
– No discutamos y veamos qué contiene – intercedió Blasco, visiblemente interesado.
– ¿Pero no era Ud. el que no quería abrirla? – comentó la señora de su lado.

El caballero bajó la cabeza y masculló algo inteligible. Los demás esbozaron una sonrisa.
– Bueno, cinco a dos – sentenció Pérez. Y con cierta solemnidad cogió la caja. Todos se arremolinaron alrededor del oficiante dispuestos a satisfacer la morbosa curiosidad que les invadía. Los dedos de Pérez buscaron el cierre metálico de la tapa mientras el silencio se podía cortar con un cuchillo. Un “clic” rasgó el espacio y las respiraciones se detuvieron. La tapa, majestuosa, se levantó. Lenta pero imparable.

Un ¡oh! de asombro cruzó la estancia. El interior de la misteriosa caja estaba repleto de un polvo blanco de textura suave. La expresión de los presentes se tradujo en un rictus entre bobería e incredulidad.

Un grito rompió el suspense que flotaba en el ambiente.
– ¡Caramba! Si esto es….

Las miradas volaron desde la caja al rostro del muchacho.
– Efectivamente – tronó la voz de Pérez. Esto es lo que no debería ser.
– ¡Santo cielo! – dijo la vecina de Laura, temblorosa. Debemos entregarlo de inmediato al revisor o a una autoridad.

Todos asintieron con la cabeza, excepto Pérez. Hacia él se volvieron todos los rostros en busca de consejo.
– Tiempo habrá, tiempo habrá. . . veamos – dijo el interpelado, sintiéndose el centro de decisión.

Ante el asombro de todos, acercó su nariz al inconfundible polvo blanco y empezó a husmear como un cachorro en su primer paseo.
-¡Vaya, no está mal! – exclamó, sintiéndose el centro de todas las miradas.
Y antes de que nadie pudiese reaccionar hundió un dedo en el polvo blanco llevándoselo con decisión a la boca. Los demás observaron cómo el ejecutivo, frotaba sobre sus encías el blanco pecado. . . nadie podía articular palabra.
– Es de excelente calidad – comento Pérez con gesto de suficiencia.
– Este tío es un pedante – cuchichearon los dos jóvenes en voz baja.
– Propongo que meditemos tranquilamente la disyuntiva entre entregarlo al revisor o librarlo a la policía en la comisaría de la estación – propuso el omnipresente Pérez.
– Debemos deshacernos de la caja lo antes posible – clamaron varias voces.
– A mí me gustaría probarla – dijo el sexagenario ante el asombro de todos. He oído hablar hasta la saciedad de estas mierdas; pero jamás tuve la oportunidad, ni tampoco el deseo, de probarlas. Ahora, sólo por curiosidad. . . quizá un poco. . . ¿puedo?

Todos se quedaron mudos. Sin ningún tipo de comentario, Pérez, acercó la cajita a Blasco. Éste hundió dos de sus dedos en el polvillo blanco y se los acercó a la nariz, como quien toma rapé.
– Esto no se hace así – gritó Diego. Y en un intento de impresionar a los presentes, sobre todo a Laura, sacó de su equipaje un título enmarcado.
– Es de un curso del INEM, lo enmarqué para dárselo mi abuela ¡por fin tendrá alguna utilidad práctica!
Empezó a liar unos canutillos con una hoja de “papel de barba”. Pérez depositó una pequeña cantidad de polvo blanco que cubrió el nombre del curso impartido. Las palabras; Técnico en. . . quedaron ocultas bajo la pequeña colina que se formó sobre el cristal.

Diego acercó su “encanutada” nariz a la pulida superficie e inhaló una pequeña parte del polvo: – sólo un poco – dijo a modo de disculpa. Y ofreció su diploma a Pérez y a Blasco. Alguien cerró la puerta del compartimento.
Los otros dos imitaron al joven. Terminado el ritual, ofrecieron el resto de la menguada colina blanca a los demás pasajeros.

Las tres mujeres rechazaron con contundencia la invitación. Juan fue más vehemente: – ¡Ni hablar tíos, yo esto ni lo pruebo!

Los tres “iniciados” sonrieron con aspecto cómplice. Pérez abrió la ventanilla y esparció al viento el resto del polvillo; la inscripción del grado técnico del diploma, que hubiese hecho feliz a la abuela de Diego, apareció de nuevo como si nada hubiese ocurrido.
El viaje prosiguió en silencio. Nadie decía nada. Los paisajes se cruzaban con el tren a velocidad de expreso, algunos celajes manchaban el cielo pero en el manto celeste dominaba el azul. Diego miró a Laura y la muchacha bajó los ojos. Él se dio cuenta que su “hombrada” no había producido el efecto deseado sobre la bella joven. Maldijo su estupidez y deseó no haberlo hecho. Le dolía la indiferencia de Laura y su propia debilidad. En aquel momento no estaba demasiado satisfecho de sí mismo y trató de disimular su estado demostrado una excitación que no sentía. Por eso correspondió a las estúpidas risas de Pérez con artificiales carcajadas.

Blasco comenzó a contar historias divertidas con el énfasis del que ha tomado un par de copas de más. Diego y Pérez siguieron sus bromas y salidas de tono, entre el asombro y la diversión del resto de los compañeros de reservado.

La vecina de Laura era la menos extrovertida del grupo, enrojecía cada vez que el sexagenario le dirigía alguna de sus bromas. Laura se mostraba menos tensa y más divertida con la situación. Juan seguía la broma y su vecina de asiento empezó a sentirse a gusto en medio de aquella algarabía.

Al cabo de media hora de jolgorio y paisajes, Pérez, sacó de nuevo la cajita. Todos los presentes callaron en sus risas y comentarios. Se repitió el ritual del diploma. Esta vez nadie parecía decidido a empezar. El ambiente distendido mudó a un silencio de complicidad no exento de morbo.

Como un trueno, la voz de la mujer sentada entre Juan y Diego sonó en el habitáculo: – Quiero probarlo – dijo.
Sin más comentarios le acercaron “la joya del INEM”. Al cabo de unos segundos estaba inhalando parte de la montaña blanca. Al principio no notó absolutamente nada. Al cabo de un rato, ante la mirada interrogante de los demás, comenzó a demostrar cierta alegría. Excepto Juan, los otros tres hombres acompañaron a Carmen, así dijo llamarse la mujer, en su “viaje”. Las risas y alegres comentarios se multiplicaron.

Pérez alargó la improvisada bandeja a Laura. La joven rehusó con una sonrisa, él insistió.
– Déjela sino quiere – terció Diego. La muchacha le dedicó otra amplia sonrisa. – Tú ¿por qué lo has hecho? – preguntó a Diego.
– No lo sé. . . por probar supongo.
– ¿Y. . .?
– Pues nada. . . me divierto, me siento bien.
– ¿Y no lo puedes hacer sin tomar nada?
– ¡Pues claro! – terció Juan. Yo lo estoy pasando tan bien como vosotros y no necesito estimulantes.
– Cierto – dijo Laura, mirando a Diego a los ojos.
El muchacho se sintió turbado, no sabía qué responder. La exagerada risa de Carmen rompió la conversación y devolvió el artificial regocijo al vagón. Pérez se acercó a la ventanilla para lanzar los sobrantes del cristal al exterior.
– No… no lo tire.
Todos se giraron hacia la mujer, Pérez alargó el cristal ofreciendo la blanca tentación a la nueva cofrade.

Ella tomó el canutillo y se lo acercó a la nariz. La nieve del cristal desapareció por las fosas nasales de la vecina de Laura.

El clima en el departamento fue subiendo de intensidad, Juan y Laura participaban del cachondeo generalizado, pese a no haber inhalado ni una partícula del polvo.

Carmen comenzó a hablar más de la cuenta. Todos supieron que era la secretaria de un hombre de negocios ya entrado en años. Al avanzar la conversación todos descubrieron que además era su amante. El hombre ya había enviudado pero no se atrevía a enfrentarse con sus hijos y reconocer que le unía con su secretaria algo más que una relación profesional.

La confesión de Carmen fue seguida con gran interés por todos y con gran nerviosismo por Blasco. La queja de Carmen abrió los corazones y las conciencias de todos.

Los momentos de euforia dieron paso a reflexiones en voz alta. Pérez descubrió su condición de ejecutivo en vías de depuración. Pendiente de una brutal reestructuración en la multinacional donde trabajaba; confesó que, jamás, hasta aquella tarde, había probado el polvo blanco. Trataba de imitar a aquellos jóvenes ejecutivos que, a buen seguro, iban a quitarle el puesto.

Diego contó su preocupación por encontrar un trabajo acorde con sus perspectivas e ilusiones profesionales. María, la tímida mujer que había entrado la última en el “club de consumidores”, rompió la trascendencia de aquellos momentos.
– Mi tremenda timidez me ha impedido encontrar una pareja – dijo, sorprendiéndose a sí misma con aquella confesión.
– Es una lástima – contestó Pérez. Es Ud. muy bella, merece lo mejor.
– Sí es cierto – confirmaron los demás.
Ella les miró a todos entre incrédula e ilusionada; sintiéndose el centro de atención, exclamó:
– ¿Creen que tengo las piernas bonitas?
Quedaron todos mudos ante tamaña pregunta y estallaron en risas. – Bueno contestadme. . . ¿qué pensáis?
– Que has tomado demasiado polvillo – comentaron en voz baja, los del banco de enfrente.
– Yo las veo muy bonitas – terció Juan, tratando de ser amable.
Animada por la respuesta, María, subió sus faldas hasta mostrar sus muslos.
– Muy bellas – comentó Blasco entusiasmado.
– ¡A tí quién te da vela en este entierro! – le gritó Carmen al Sr. Blasco, ante el asombro de los presentes.
María se bajó la falda lentamente mientras los demás quedaban en un silencio expectante.
– Pero mujer. . . yo. . . – se disculpó Blasco.
-Mejor que te calles – sentenció Carmen, descubriendo su relación con Blasco.
Juan estalló en una carcajada y los demás, excepto Blasco y Carmen, le hicieron coro. Entre risas, María pasó al llanto. Reía y gemía al mismo tiempo azorada por su recatado “striptease”. Diego cambió de lado para consolarla y sentarse así al lado de Laura.
El tren prosiguió su veloz marcha paralelo a la costa. En el vagón había renacido la calma, salvo la animada conversación entre Diego y Laura, y algunos reproches de Carmen a Blasco, los demás permanecían callados.
El convoy se acercó tanto a la playa que locomotora y vagones, parecían sobrevolar los acantilados. Pérez miraba al azul a través de la ventanilla.
– ¡Ya sé lo que debemos hacer! – exclamó, mientras cogía la cajita.
Y abriendo la tapa vació su contenido por la ventanilla.
El polvo, blanco como la nieve, voló hacia el mar y fue a disolverse entre las aguas.
Una tremenda ovación partió de todos los demás. Laura y Diego se besaron y Juan hizo un chiste fácil. La cajita voló también al mar.

La locomotora seguía avanzando hacia la estación término. La satisfacción y la tranquilidad habían vuelto a todos, que dialogaban animadamente. De pronto, la puerta del reservado gimió al ser abierta por el revisor.
– Perdonen ¿no habrán encontrado una caja de este tamaño? – preguntó el revisor, perfilando el volumen de la caja con sus manos. Me han llamado de la Estación Central para advertirme que el viajero que iba con ustedes se la había olvidado.
Se miraron unos a otros, como tantas veces lo habían hecho durante aquel viaje.
– No – contestó Pérez, seguro de sí mismo. No hemos visto nada.
– No… nada de nada – respondieron todos.
-¿Me permiten? – dijo el revisor dirigiéndose al lugar que ocupaba el Sr. de oscuro.
Durante un rato buscó entre los asientos y en el piso del reservado. Al principio nadie se movió, luego, los pasajeros hicieron ver que le ayudaban en la infructuosa búsqueda. A cabo de unos minutos el revisor se dio por vencido.
– Bien, si la encontraran. . . por favor, les ruego que me llamen.
– ¿Sabe Ud. qué contiene la cajita? – preguntó Juan, divertido.
– Nada de valor – repuso el revisor. Sólo polvo.
– ¿Sólo polvo? – preguntaron todos a coro.

– Bueno, ceniza concretamente. El buen hombre llevaba las cenizas de su padre en cumplimento de su último deseo: tirarlas al mar. . . y ya ven . . . ha extraviado la caja donde las transportaba – dijo mientras cerraba la puerta del compartimento.
Se hizo un profundo silencio mientras el revisor se alejaba. Los rostros de todos se quedaron blancos como la nieve. . . o como la ceniza de un cadáver recién incinerado.

Basado en una historia real.

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Zapatos de baile

Zapatos de baile

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Visto desde la avenida es un majestuoso edificio. Enorme, capaz, atractivo y reclamante. Frente a su magnética fachada te sientes pequeño e insignificante; sumiso. Ya en su interior, no puedes evitar encontrarte algo confuso, perdido entre tanta maravilla y tanta oferta. Las vendedoras corren de un lado para otro como serviciales abejas; los vendedores nos susurran al oído las calidades y ventajas de los productos. Y aquel estado de pequeñez y temor, parecido al que sentimos al entrar en una gran catedral, queda pronto sustituido por una agradable sensación de poder. Todo está a nuestra disposición; al alcance de nuestro bolsillo vía tarjeta de crédito. Podemos, fácilmente, alcanzar el paraíso perdido. Y las cosas más inútiles, los trajes que tan sólo nos pondremos en un par de ocasiones, las lociones que jamás utilizaremos y los libros que nunca leeremos pasan a ser de nuestra propiedad. Y a cambio, el Gran Almacén, sólo nos pide fidelidad, dinero y…

Conocí a Luisa en el Gran Almacén. Andaba sorprendida y emocionada entre mostradores y escaparates. Desaparecía de improviso cargada de vestidos dentro del probador y al poco rato aparecía ataviada con el último modelo; con elegante coquetería comprobaba los resultados de sus mutaciones en el espejo que envolvía y decoraba una enorme columna cuadrangular. Desde prudente distancia contemplaba, divertido, sus idas y venidas: ora, vestida de domingo; luego, de cóctel y más tarde, con un sencillo vestido de paseo. Era una continua y agradable metamorfosis. Ella notó mi presencia y la impertinencia de mi inocente espionaje. Dejó el montón de ropa sobre el mostrador y se encaró conmigo: – ¿No tiene nada más que hacer? -, preguntó enfurruñada.

Miré a mi interlocutora: Espigada, pero no demasiado alta; estilizadas piernas que terminaban en una correcta cintura bajo unos pechos firmes que desafiaban, majestuosos, la gravedad; sin embargo, era su cara lo más atrayente. No negaré que, como todos los hombres, había iniciado mi inspección por las piernas; no obstante, justo es reconocer, que, como casi todos, no emití mi juicio definitivo hasta llegar al rostro. Sus hermosos ojos, color verde mar, eran la joya de la corona entre las otras perfecciones que no desmerecían frente a la primera. El final de su frase me sacó de mi ensimismamiento: ¿. . . nada que hacer?

– Perdone. . . no quería molestarla – repuse aturdido -. Es usted tan hermosa. . .
La vi fruncir aquel bello ceño y preparar sus carnosos labios para la respuesta devastadora. Un hombre, entrado en los sesenta, que había oído mi torpe excusa, hizo un inesperado comentario al pasar por mi lado: – Efectivamente muchacho. . . es bellísima.

Nos callamos sorprendidos con el comentario del caballero que se alejó guiñándonos un ojo en un gesto de complicidad. Luisa y yo quedamos frente a frente sin saber que decir; luego, estallamos en una desenfadada y mutua carcajada. A partir de aquel momento reiríamos muchas veces juntos.

Nos vimos a menudo. Nuestro lugar de cita era el Gran Almacén. Allí acudía gozoso al encuentro de Luisa; ella me esperaba en alguna de las plantas y aprovechaba la espera para hacer un repaso a las últimas novedades. En ocasiones, quedábamos citados en la cafetería del último piso, y, siempre con retraso, aparecía radiante y feliz cargada de paquetes y bolsas con el anagrama del Almacén. En otras, quedábamos en el cuarto piso – donde estaba la peluquería – y era gozoso verla sorprenderme con su nuevo peinado, dispuesta a ir a bailar o al cine.

Con el tiempo nuestra amistad fue creciendo al mismo ritmo que crecían nuestros sentimientos. Noté que estaba enamorándome cuando las horas sin ella se me antojaban eternas, cuando descubrí que contaba el tiempo que faltaba para verla; cuando una llamada suya me parecía el más dichoso de los acontecimientos. ¿No les he hablado de su voz? . . . perdonen, describiéndola he omitido su mejor virtud: su voz. Un timbre armonioso y cálido; un tono rítmico y sensual; una marea echa sonido; una caricia para los sentidos. Porque no sólo era el oído el beneficiario de sus palabras, lo eran todos los sentidos, incluido el tacto y el olfato: ¡cuántas veces he acariciado al teléfono tratando de acariciar su voz!, ¡cuántas he percibido el aroma suave de su piel a través de sus vocablos!
Y sin embargo, había algo que oscurecía en parte nuestra relación. Al principio no fue nada preocupante, tan sólo una pequeña nube en el cielo de nuestra felicidad. Luego, el hecho, fue encapotando nuestra convivencia. ¿Por qué pasaba tanto tiempo en el Gran Almacén? ¿Por qué quemaba su dinero en cosas prescindibles? ¿Por qué motivo nuestras citas tenían que comenzar o terminar en aquel edificio? Es más, cada vez que hacíamos una escapada a otra ciudad tenía que pasar, inexorablemente, por la sucursal local del Gran Almacén. A mí me horrorizaba; me parecía no haber salido de casa: todos los pasillos, las estanterías, los escaparates y los productos eran exactamente iguales; incluso los vendedores y vendedoras me parecían clónicos. Era desesperante. Recuerdo que un día, visitando uno de esos lugares, perdí la noción del tiempo y del espacio; no sabia dónde estaba. Sentí un vértigo y una desorientación terribles, por suerte había algún médico entre la clientela y se ocupó de que me trasladaran a urgencias. Me diagnosticaron una desorientación temporo – espacial. Todavía hoy no recuerdo el nombre de la ciudad y sin embargo, puedo rememorar la planta – era la quinta – y las caras de los asustados dependientes: todas iguales. Como en Madrid, en Barcelona, en Marbella. . . iguales uniformes, iguales rostros; iguales todos.

Aquello enturbió nuestra confianza, pero no nuestro amor. Nos queríamos, era evidente; no obstante, yo no estaba dispuesto a aquel tipo de dependencia. Puse mis condiciones. Luisa aceptó mi fobia al Gran Almacén y, al propio tiempo, prometió controlar sus visitas al lugar. No me fue fácil, traté de demostrarle los teje manejes de aquel negocio; las tarjetas oro que repartía entre funcionarios y políticos; las exigencias a los proveedores desde su posición de fuerza etc., etc. Los contra argumentos de mi amada eran de peso: los puestos de trabajo que habían creado, su volumen de negocio, la calidad de sus productos. La oí defender, con aquella magnífica voz, al Gran Almacén, como si de uno de sus ejecutivos se tratara. En parte sus alegaciones eran ciertas; pero se trataba de verdades a medias o medias verdades como se prefiera. Detrás de sus cientos de empleados estaban los miles de pequeños comercios cerrados, la explotación horaria, las fiestas escamoteadas; la condescendencia con los clientes poderosos. En el trasfondo de su envidiable facturación se escondían inversiones tan extrañas como suculentas, amparadas en la legislación vigente… de las Islas Caimán. En cuanto a la buena calidad de sus productos el tema era obvio: es imposible prosperar comercialmente con productos de medio pelo.

Durante un tiempo descendieron las visitas de Luisa al Gran Almacén, o así lo quise creer. Paseábamos procurando evitar la avenida; hacíamos turismo rural y salíamos preferentemente de noche, cuando los comercios están ya cerrados. Me esforcé en no volver a hablar del asunto, incluso cuando me regalaba alguna cosa cuya procedencia no ofrecía dudas.

Nos casamos un sábado. No me pregunten como lo consentí – el amor es pura condescendencia – ¡la boda la organizó el Gran Almacén! Suyo era el vestido de la novia, la lista de boda, el catering que sirvió la cena y la agencia que nos organizó el viaje de luna de miel. Sé que pequé de ingenuo (soy ingenuo por naturaleza), pero me engañé a mí mismo creyendo que al convivir con ella me sería más fácil sacarla de su adición. El primer aviso serio lo tuve en el banquete nupcial. Sacaron la tarta, cuya forma recordaba al Gran Almacén, y los asistentes fueron obsequiados por parte de la firma. Los hombres con un cheque de compras; las señoras, con un vale para la peluquería, un tratamiento de belleza o un masaje. Mientras habrían sus sobres miré a mis invitados: por un momento sus rostros me parecieron casi idénticos, como niñas saliendo uniformadas de un colegio de monjas, igual que un batallón de soldados listos para jurar bandera. Creí que me ahogaba. Sujeté a mi galopante corazón con la mano derecha y giré el rostro en busca del de mi amada, contuve un grito de horror: sus hermosas facciones habían mutado en un rostro vulgar y repetido en la cara de los trescientos invitados. Me froté los ojos con desesperación. Miré de nuevo: todo volvía a ser normal y la novia la más bonita del mundo. No dije nada a nadie.

Pasaron dos años llenos de felicidad y ternura. Salvo cuando llegaba la factura del Gran Almacén, no teníamos ni la más mínima discusión. Mi enemigo – era más que un competidor – había crecido de forma desmesurada. La firma había adquirido a otros grandes almacenes que iban cediendo al empuje empresarial de aquel. Era una poderosa máquina de hacer negocio y de capturar clientes. Los elegía concienzudamente, ya desde la infancia. Los acostumbraba al: tenemos de todo; los mimaba en la adolescencia, los protegía durante la juventud y los explotaba concienzudamente en el momento álgido de sus vidas: en su cenit profesional y de consumo. Luego, en la madurez, mantenía a los económicamente acomodados y se iba deshaciendo de los de rentas más bajas. La vejez no le interesa, incluso en rentas importantes: demasiadas devoluciones, demasiado tiempo de dedicación por parte de sus empleados. Sin la existencia del Gran Almacén aquellos dos primeros años de matrimonio hubiesen sido perfectos.

El nacimiento de nuestro hijo trajo las desavenencias más graves. Me negué a pasear al niño entre las paredes de aquel antro. Sospechaba, no sin fundamento, que Luisa llevaba al niño a escondidas en sus escapadas al cautivador edificio; a pesar de todo no quise ser excesivamente intolerante y disimulé. Un hecho, insólito para los no iniciados, cuando nuestro retoño tenía cinco años, colmó el apurado vaso de mi paciencia.
El fallecimiento de una de las amigas íntimas de Luisa fue brutal e inesperado. Un infarto cerebral de motivo desconocido, en una parca sobremesa – nunca mejor dicho – se llevó a la infortunada, y a su dieta de astronauta, al espacio infinito de las siluetas perfectas, apenas cumplidos los treinta y ocho. En sus últimas voluntades pedía a sus amigas que su cadáver fuese incinerado y las cenizas esparcidas en la segunda planta – moda para señoras – del Gran Almacén; según ella, era el lugar donde más feliz había sido. Podría haberle perdonado a Luisa el asistir al desconcertante rito si lo hubiese hecho sola, sin embargo no pude perdonarle haber llevado a nuestro hijo. Durante dos meses la pobre criatura tuvo terribles pesadillas. Hablamos de separación, de arrepentimiento, de comprensión, de razonamiento; al fin obtuve la firme promesa de Luisa de no aparecer por el Gran Almacén.

Los siguientes meses fueron de desasosiego. La veía triste, distraída, con los ojos extraviados en un extraño horizonte; incluso sufrimiento físico. Su mirada se tornó lánguida y unas profundas ojeras se pintaron en su otrora bello rostro. Cedí, sé que no debí hacerlo; sin embargo, cedí. Podría volver al Gran Almacén siempre y cuando, la oferta o el descuento valiesen la pena. A cambio obtuve su palabra de honor de no llevar nunca más al niño.

Volvió a ser la misma recuperó su belleza, sus ganas de vivir; su estado de ánimo dio un vuelco sorprendente, como el aumento de las facturas del Gran Almacén. Y me acostumbré, me acostumbré a sus largas ausencias, a llevar trajes de un tal Tucci, a las colonias de nombre francés, a la moda infantil impuesta, a los libros de texto comisionados y a dedicar un tercio de nuestros ingresos a la maldita tarjeta de compra a crédito. No fue suficiente.

Un par de años después había perdido a mi esposa. Mi hijo y yo, convivíamos con una extraña; no era ni su madre, ni mi mujer, era un promotor más del Gran Almacén, solo que sin sueldo. Decidimos separarnos, el juez le dio la custodia del niño; en sus conclusiones dijo no encontrar motivos para separar al niño de su madre: “todas las madres compran en el Gran Almacén y no por ello dejan de ser buenas madres” – escribió en la sentencia – y añadió: “es más, toda buena madre debería comprar en el Gran Almacén”. A mí, el escrito, me sonó a eslogan publicitario; por eso no me extrañó, días después, ver salir al juez cargado de paquetes de. . . ya saben ustedes dónde.

Transcurrió un tiempo – dos temporadas, para mi ex esposa – los fines de semana el niño me comentaba sus avances en la escuela y, sin yo preguntarlo, las relaciones con su madre: eran distantes, no había malos tratos, ni abandono, tan solo distancia. Distancia que se había ensanchado desde que Luisa salía con un empleado del Gran Almacén, a quién los propios compañeros llamaban Pokemon por sus increíbles piruetas a la hora de colocar un producto. Las visitas de ella al funesto edificio eran cada vez más numerosas y en ocasiones, demasiadas, se hacia acompañar de nuestro hijo. Traté de quitarle hierro al asunto – siempre había sido una buena madre – pero quedé hondamente preocupado.
Aquella tarde de finales de invierno, les vi entrar en el Gran Almacén. Ella llevaba la avidez escrita en su cara, de la mano tenía asido al niño que parecía resistirse a entrar, desde una prudente distancia les seguí. Pararon en la segunda planta, tálamo funerario de aquella amiga. Luisa removía con deseo y excitación la mercancía que se ofrecía como rebaja. El niño se soltó de la mano y quedó a un par de metros del mostrador. Varias mujeres, y algunos hombres, se disputaban las prendas allí expuestas, las más solicitadas eran las que parecían gustar a alguien, así cuando una pieza era deseada se establecía una tensa lucha, incluso se pasaba a palabras mayores o a soterrados golpes en las espinillas. Al acercarme, el niño se echo en mis brazos:
– ¡Papá! – exclamó

Luisa levantó los ojos. En sus manos estaba el codiciado trofeo de una blusa carmesí que jamás estrenaría, trató de hacer un gesto para recuperar al niño; alguien tiró de la blusa con ánimo de arrebatársela. Luisa se giró veloz y de un hábil manotazo se deshizo de la osada competidora. Nos miró: – Llévatelo, será más feliz contigo – dijo, mientras sus ojos se posaban en una camisa de fabricación oriental.

Nos dirigimos hacia el ascensor, lentamente, sin dejar de mirar a aquella mujer que tanto había representado en nuestras vidas; su rostro quedó mimetizado con el de los demás: anodino y vulgar; opaco. La puerta se cerró separando nuestros mundos. Salimos fuera con la sensación de una recién estrenada libertad. El aire frío nos azotó el rostro, le ajusté la bufanda al niño. Un grupo de quinceañeros se despojaba de sus abrigos y chaquetas, parecían no sentir el intenso frío reinante, gritaban alborozados señalando un cartel publicitario que rezaba: Ya es primavera en el Gran Almacén.

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La dama del bosque

La dama del bosque

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Sé que ha venido, que está ahí, entre el público que abarrota la sala. Sé que ha venido al estreno, que no quiere perderse mi última obra: sabe que es ella y sólo ella la protagonista.
Me refugio entre bastidores y desde allí espío a los que van tomando asiento en platea. Encerrado en mi mundo de tramoyas, decorados y fantasía la espero. La intuyo. Quizá esté ya dentro de mí, disputando el aire a mis células, haciéndose espacio entre mis órganos. Quizá esté sentada en las primeras filas aguardando a que el telón se levante, deseosa de verse representada. La presiento como el día que la conocí, allá, en Asturias, en mi lejana aldea.

Besullo está muy cerca del Paraíso. Las aldeas asturianas del interior se pierden entre frondosos bosques y alegres ríos trucheros. Por las noches la carpa celestial que las cubre se puebla de millones de estrellas: luminosas ciudadanas del cielo, verdaderos ojos de un universo extraño y eterno. Escenario para la fantasía y las noches de amor.
El aire en la aldea es limpio, la ausencia de ruidos provoca una sensación de tranquilidad y bienestar. Las casas van elevándose a lo largo de la calle principal por encima de la vega. Desde la aldea baja un camino hacia “El Pradón” frente al cual está la capilla de Las Veigas. El mismo camino que bajan y suben los romeros el día de su patrona.
A pesar de haberme marchado de la aldea a los siete años, regresaba cada verano. Me sabía las caprichosas formas de los castaños de Las Veigas, de memoria. Mis más hermosos recuerdos vagan todavía por aquellos parajes. Cada uno de los troncos vacíos y heridos de los árboles fueron fortaleza, trinchera, refugio o jardín encantado. Por las noches, sobre todo en las hermosas noches de verano, las estrellas de Asturias eran mis confidentes y amigas. Allí, tumbado de cara a la inmensidad, pretendí mil veces contar las luces que con tanta generosidad me ofrecía el cielo. Era feliz. Por esas razones volvía cada verano a mi aldea.

El reencuentro con los amigos de infancia y de juegos se me antojaba como una bendición. La palabra amigo era sinónimo de alegrías compartidas, de meriendas en el río, de bailes, de fiestas. La palabra amigo me traía siempre dulces sensaciones, pero sobre todo, me inundaba de una tremenda ternura. Ternura y sentimiento por aquellos compañeros para los que el tiempo pasaba exageradamente veloz convirtiéndoles prematuramente en hombres y surcándoles el rostro de desengaños. Aquellas gentes hospitalarias, amables y sencillas, sólo tenían sus propios valores y un pedazo de tierra. Unos en la superficie, con los distintos tonos verdes con que se pintan los prados y los cultivos; otros, en la mina, tierras ocres y negras de carbón. Y todos, unos y otros, en el campo santo.
Mi primera visita era siempre para “La Casona”. Era, La Casona, un hermoso edificio rectangular situado en el centro de la aldea. Sus balcones dominaban las calles y caminos de tierra que atravesaban el lugar. Era mi lugar preferido, mi castillo. En mi imaginación de adolescente la había hecho “mía”. Y nada más cierto porque las cosas, como las personas, son del que las ama no del que las posee. Jamás cuatro paredes consiguieron despertar tanto cariño y admiración como la que yo sentía por la mansión. Aquel era mi lugar de encuentro y el primer destello al llegar a la aldea, la primera mirada, el primer suspiro… el regreso.

Recuerdo aquel día como hoy mismo. La leche recién ordeñada, el pan todavía caliente, y los “freisuelos” con miel fueron mi desayuno. Disponía de toda la mañana. Mis amigos estaban en el campo ayudando a sus padres; desde la ventana de la cocina los veía trasegar con la hierba o llevar las vacas a pastar. Los gritos y silbidos llamando a los animales rasgaban el silencio y llegaban a mis oídos como una canción amada de agradable y familiar armonía. Era la melodía de la aldea que la ninfa Eco devolvía alegre desde las cercanas montañas.
Bajé a la Veiga saludando a cuantos encontré a mi paso. A pesar de la hora, el calor ya se hacía notar; al llegar al Pradón no pude resistir lanzarme al mar de hierba y revolcarme por el heno. Quedé tendido boca arriba mirando la capilla, el pequeño templo parecía estar colgando del cielo sujetado por un invisible hilo. Lancé un profundo suspiro, me parecía increíble estar allí ¡lo había deseado tanto! Pegué un brinco, corrí hacia el bosque y me adentré en él. Los helechos parecían inclinarse y saludarme. Miré a los enormes castaños esculpidos por el viento. Todo olía a humedad, a una agradable fragancia que anunciaba la presencia cercana del río. Todo estaba vivo y en movimiento, todo sentía: las plantas, las flores, los árboles, hasta la tierra. . . húmeda y viva. Mi fértil imaginación se disparaba con el entorno, cada rincón del bosque me parecía perfecto para imaginar una historia; en cada cueva, adivinaba la guarida de algún mitológico animal que allí dormía desde hacía siglos, y en cada paisaje me parecía advertir la presencia de algún ser fantástico.
La memoria me traía todos y cada uno de los cuentos que el viejo Antón me había relatado. Amaba a todos los personajes que en ellos aparecían: el Cuélebre, misterioso dragón que habita en los bosques de Asturias, a veces, bondadoso; otras, terrible y vengativo. Los Trasgu: pequeños duendes capaces de hacer prodigios y pesadas bromas; las Xanas: bellas y misteriosas doncellas, mezcla de hadas y de ninfas que acostumbran a bañarse en los innumerables ríos asturianos y otorgan deseos a las aldeanas y aldeanos que se cruzan en sus caminos. El bosque brindaba la posibilidad de toparse con uno de estos seres maravillosos. Y yo sabía que estaban allí, esperando cada verano mi regreso. ¡Ah, el viejo Antón!, sabía como nadie contar las quiméricas historias y las increíbles leyendas que escondía el bosque, lo hacia en la puerta de su casa, cuando los mayores dormían la siesta, en voz baja y con tintes misteriosos; acariciándose la barba cada vez que el cuento llegaba al punto culminante.
Llegué al río y me quedé largo rato contemplando las limpias y transparentes aguas. En algunos recodos quedaba momentáneamente atrapada asemejando un espejo; sin apenas movimiento, la clara superficie sólo se rompía por la aparición de alguna golosa trucha en busca de un apetitoso insecto. En todo su recorrido, ya fuera en los tranquilos pozos o en los agitados cambios de nivel, el río mantenía su cristalina condición permitiendo ver todo su limpio lecho. Las piedras, algunas ramas, las plantas ribereñas, todo, servía de refugio y guarida a los cientos de truchas que sesteaban tranquilamente. Me senté en el tosco puente de madera.
En aquel maravilloso entorno algo llamó mi atención, allá más lejos, en un pequeño claro de la ribera, se adivinaba la figura de una mujer aparentemente dormida. Se trataba de una hermosa joven reclinada sobre su lado izquierdo con su larga cabellera rubia flotando sobre la hierba. Se cubría con una túnica de color claro de imposible relación con cualquier gama de colores. No era blanca y sin embargo, el tono de la prenda, no podía catalogarse como gris. Era de un extraño color perla que bajo el efecto del sol parecía más nítido y en las zonas de sombra más oscuro. Una guirnalda de pequeñas florecillas le rodeaba la frente a la bella. Mi corazón dio un brinco ¡Era ella! ¡La Xana del río!
Me levanté como un resorte, atravesé el puente y sigilosamente, me acerqué a la desconocida procurando no ser visto. La observé con deleite. Comparada con las mujeres de las aldeas era delgada, no de una delgadez exagerada, se trataba de una esbeltez exótica, equilibrada y estéticamente correcta. Miré sus manos: unas manos largas y perfectas con unos hermosos dedos de artista. No había duda, se estaba realizando uno de mis deseos más queridos: ver una Xana. Hada de los bosques y reina de los ríos.
Quise contemplar más de cerca aquel rostro y sin darme cuenta, me encontré sentado a medio metro de ella. Una extraña sensación me recorrió la espalda. A pesar de mi sigilo no pude evitar que mi presencia despertara a la durmiente. La mujer se incorporó algo sobresaltada. Mi primera impresión se vio satisfecha por entero: era una beldad. No obstante, sus facciones, extremadamente duras, disipaban en parte su belleza.
-¿Te he asustado? – pregunté, esbozando una sonrisa de disculpa. Ella me devolvió la sonrisa.
– No, no me asusto fácilmente – respondió visiblemente divertida. Su voz sonó lejana, distinta.
El río pareció callar y un extraño silencio, ausente de ecos del bosque, ofrecía un insólito escenario a nuestra conversación:
– Entonces… ¿no te importa que te haya despertado?
– No, en absoluto, debí de quedarme dormida. Tenía que ir a buscar a alguien, pero ya no es posible. . . llego tarde y ahora deberé esperar un largo tiempo.
-¿Se enfadarán contigo?
– En este caso, no. Me esperaban; sin embargo, se alegraran de que no vaya.
– ¿Por qué? ¿No te quieren?
– A veces sí, me desean, me llaman. Pero habitualmente no soy bien recibida.
Traté de decirle que a mí sí me gustaba, pero callé. Durante un buen rato hablamos y hablamos. La conversación giró en torno al bosque y sus fantásticos habitantes. Y nuestras risas volaron por un entorno silencioso e intranquilo.
– Debo marcharme, es ya muy tarde… o quizás muy pronto – dijo ella.
No entendí sus palabras. No obstante, le sonreí. Era la forma de agradecerle su agradable conversación. Trató de devolverme la sonrisa; sin embargo sólo consiguió dibujar una extraña mueca.
Nos despedimos sobre el viejo puente. La mujer desapareció entre los árboles y yo corrí hacia el pueblo, feliz por el encuentro. El río inició de nuevo su murmullo y los sonidos de los animales del bosque se volvieron a escuchar, los árboles parecieron animarse. El bosque volvía a ser bosque.
Al llegar a Besullo me dieron la noticia. La pequeña Alicia – una vecinita de la aldea – había sufrido una terrible caída desde la panera donde jugaba. El fatal vuelo había terminado con un tremendo golpe en la cabeza de la niña. Cuando sólo quedaba el recurso de las lágrimas y los rezos, cuando todo estaba perdido, la niña se recuperó milagrosamente.
Unos días más tarde, Alicia me contaba su “aventura”. Con la descriptiva sencillez de los niños, la pequeña desgranó los momentos antes de la caída, incluso recordaba el imposible salto. Luego, acercando su carita a mi oído, me relató la parte más extraña de su historia. La pequeña recordaba que en su inconsciencia pudo adivinar una brillante luz al final de un largo camino. Atraída por la luz había avanzado hacia la claridad, segura de que alguien la estaba esperando, pero al llegar al final del sendero se encontró sola, sin saber qué hacer frente aquel sol luminoso, regresó sobre sus pasos. Me impresionó el relato de Alicia. Durante días dos temas me obsesionaron: la aventura de mi pequeña amiga y el encuentro con la extraña dama. La inminencia de las fiestas del pueblo me hizo olvidar un poco ambas cuestiones.

Un cohete surcando el azul cielo de Besullo anunció que se iniciaba la procesión. Los gaiteros convirtieron el aire en sonido y los romeros iniciaron la bajada a las Veigas. Mozas ataviadas con el traje típico asturiano rodeaban las imágenes que eran portadas a hombros.
Hay sensaciones que nos llegan y quedan dormitando en nuestra piel. Hasta que un sonido, un aroma, o un grito las despiertan y vuelven a pasearse por nuestras neuronas devolviéndonos recuerdos que nos pertenecen y a los que pertenecemos. Una de esas sensaciones fue siempre el recuerdo del cohete anunciando el inicio la fiesta. El repicar de campanas, el olor a manzana, o el peculiar lamento de una gaita me acompañaron siempre, incluso después de muchos años y muy lejos de Asturias. Son recuerdos de la aldea, de mi infancia; tantos, que cuando tuve que escoger un seudónimo para mi oficio de escritor, periodista, cuentero y autor teatral, mi elección evocó aquella casona lejana y querida. Dejé de ser Alejandro Rodríguez para convertirme en Alejandro Casona.
La gente se arremolinaba para ver a los romeros portando a su Virgen. Y Allí, entre los lugareños y visitantes que esperaban en la ermita que bajara la procesión, me pareció verla. ¡Sí, era ella! La extraña dama del bosque. Bajé corriendo adelantándome a la romería. Grité tratando de llamar la atención de mi nueva amiga; en aquel preciso instante la traca de cohetes y voladores empezó su ruidosa ofrenda elevándose en pos de un cielo azul y maravillosamente cercano. El olor a pólvora y el humo cubrieron los alrededores de la ermita. Sólo pude ver cómo la dama desaparecía en el camino.
La fiesta continuó; las gaitas sonaron por toda la Veiga iniciando el baile y el olor a sidra y rosquillas de anís se extendió por los prados vecinos. Sobre los manteles tendidos en la hierba aparecieron empanadas, pollo, ternera, el lacón y el excelente arroz con leche. A la siesta, bajo la sombra de acogedores árboles y de mullidas alfombras de hierba, siguió un animado baile. Los niños jugaban a pillarse entre los danzantes y los mozos buscaban a la moza de sus sueños entre trago y trago de sidra. Al anochecer, el baile y la bebida habían hecho estragos entre las cristianas huestes que empezaron a retirarse. Entre las despedidas y los postreros rayos solares, me pareció ver a mi amiga alejarse con el viejo Antón; él parecía feliz y tranquilo.

A la mañana siguiente el pueblo amaneció tarde; el olor a pan y empanada recién hecha volaban de un lado a otro de Besullo. Una noticia truncó la alegría de todos: el viejo Antón había aparecido muerto en su cama. Todo el mundo se sentía un poco culpable, nadie había notado su ausencia en la fiesta y el anciano había muerto solo en su cabaña. Les consolaba saber que, Antón, con sus cerca de cien años y múltiples achaques había confesado en más de una ocasión sus deseos de descansar.
Sentí la pérdida de Antón. Él me había introducido en el mundo de la fantasía y la mitología. No comenté con nadie que le vi en compañía de la dama. En el entierro lloré amargamente y aunque no pude verla, noté la presencia de mi extraña amiga.

Los días pasaron veloces como sólo pasan los días de vacaciones y la felicidad. Pero aquel atardecer quedaría en la memoria de todos. En la mina donde trabajaban muchos de los habitantes del “Concejo de Cangas”, el grisú, la terrible venganza de la tierra, había dejado atrapado a cinco mineros, dos de ellos vecinos de Besullo. Los compañeros de galería contaban cómo el olor a metano pudrió el aire, una terrible explosión les ensordeció y la tierra engulló, en calientes bocanadas, a los cinco infortunados.
Todos los hombres disponibles se trasladaron a la boca de la mina. Las mujeres acudían a consolar a los familiares de los mineros. En los rostros se podía ver el miedo; aquel miedo tantas veces repetido: el temor de tantas y tantas salidas a la mina para ganar el pan.
El descombro de las galerías dañadas era lento y engorroso. Si estaban vivos, cada segundo era vital. Los mineros lloraban y alguien maldijo a la muerte. Nadie se acostó aquella noche esperando noticias. Sin saber por qué mis pasos se dirigieron al río.
La vi coger el camino de la mina. Corrí hasta darle alcance, me situé frente a ella y le miré a los ojos. La dama me devolvió la mirada:
– Debo hacerlo – susurró.
Busqué su mano, aquella hermosa pero fría mano. Un extraño sentimiento nos invadió. Sin decir palabra la dama me miró, dejó una suave caricia en mi mano, giró sobre sus pasos y se alejó. Llegaba el alba. Volví a casa con lágrimas en los ojos, amanecía y en el pueblo todo era regocijo: los mineros habían sido milagrosamente rescatados.

Epílogo

La volví a ver años más tarde, sobre una piel de toro ensangrentada por el odio entre hermanos y la ambición de los dictadores. Y en los lugares donde el exiliado pasa hambre de alimentos y hartura de nostalgias, y en las ciudades donde se enriquecen los poderosos. Y la retraté en mis libros, tal como es; tal y como queremos que sea cada uno de nosotros.
Y ahora sé que está aquí, en el estreno. Mientras la compañía saluda al público y me llaman para compartir aplausos y éxitos, la presiento.
En la segunda fila, sobre el centro, se ha roto un corazón, un hombre yace con la cabeza pegada al pecho, algunos asistentes tratan de recuperarle, ya es inútil… ¡ella ha venido a mi estreno!

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Concurso literario de la Cartuja BajaRelatos del libro «Palacio de Hipnos»

Y los sueños sueños son

Y los sueños sueños son (Prólogo)

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Mas luché en mi ensoñación…para soñar que soñaba que no te había soñado.

Alguien me contó, tal vez lo leí o tal vez lo soñé, que los sueños son vivencias acaecidas en otro Universo, sólo dimensionalmente distante del nuestro. Lo cierto es que la liviana línea entre lo real y lo onírico es tan tenue, como la fragancia de la flor, y que como ella, aun sentida por un solo instante, perdurara en nuestro recuerdo indefinidamente.
Me gusta presentir aquel momento, cantado por los poetas, en el que Hypnos (el Sueño) y Nyx (la Noche) concibieron a Morfeo, el “hacedor de los sueños”. Desde entonces, todos los humanos paseamos nuestro subconsciente por los paisajes de la inspiración, la creación, el deseo e incluso el miedo o la precaución a través de la ensoñación espontánea. ¿Son avisos? ¿Especulaciones del alma? ¿Proyectos vitales en proceso? ¿Aspiraciones o frustraciones de la psiquis? ¿O tal vez se trate de vidas paralelas? Lo que sí es claro, es que si tuviésemos la capacidad de interpretarlos correctamente, la información proporcionada sería inconmensurable. Imaginemos que pudiésemos llevar fácilmente a la práctica habitual el adagio: “Voy a consultarlo con la almohada” y de ese modo dejar que fuera nuestro fuero interno quién, cual “Oráculo de Delfos”, nos indicara el camino a seguir.
Pero la oniromancia no está al alcance de todos: sus claves son muy complejas porque están escritas con los jeroglíficos del alma y colgadas en el laberinto del cerebro. Tomar conciencia de los mensajes de nuestro subconsciente es uno de los difíciles retos del travieso Morfeo, y no obstante, por lo menos alguna vez, todos hemos experimentado premoniciones, advertencias y notables vivencias, acunados en sus brazos. Desde la premonición iniciática de un chamán a las profecías de José, pasando por el sueño de la razón de Goya, todo, nos lleva a suponer que el ser humano dispone de un “avisador de acontecimientos” que en algún remoto pasado dejó de utilizar y que se atrofió con el tiempo. Amén de ello, aún conservamos en nuestra memoria rastros de aquel poder conversacional con el hacedor de los sueños y por eso nos resulta tan atractivo y fascinante este diálogo con nosotros mismos.
Las estructuras de los sueños suelen ser confusas, y analizar sus contenidos y entender qué se esconde tras su simbología, precisa de un riguroso examen de lo evocado, si es que lo recordamos, porque en esto radica gran parte del misterio de lo onírico, en acordarse de lo soñado para poder tomar consciencia de ello. Investigadores de todos los tiempos han tratado de hallar respuestas prácticas al sueño: el psicoanálisis, las aplicaciones terapéuticas o las controvertidas experiencias místicas, son algunos ejemplos. Algunas tribus que todavía conservan sus virtudes atávicas, creen en la coexistencia de un mundo permanente al otro lado de lo consciente. Desde los Senoi malayos a las tribus amazónicas, el arte de compartir los sueños les ayuda en la toma de decisiones e incluso, en muchos casos, esa práctica evita los conflictos y ayuda al mutuo entendimiento.
Para el gran Homero, la casa de los sueños tiene dos puertas, una es de marfil y por ella aparecen las visiones halagadoras y a menudo engañosas; la otra es de cuerno y por ella circulan los sueños verídicos, los avisos interiores. Pero además, la casa, tiene innumerables ventanas y pasadizos que se asoman y conducen al pasado, al futuro y sobre todo, a interpretar el presente. Para autores más modernos, el sueño es una dramatización del subconsciente y como todo buen libro consta de cuatro pilares esenciales: presentación de los personajes, trama, desarrollo y su conclusión. Lo prodigioso de la situación es que, el durmiente, observa la representación como espectador, pero también como protagonista e involuntario autor de una obra única e intransferible.
El soñador habita en el útero de su propio sueño. Trasmitir la emoción, su emoción, es abrir su subconsciente, parirnos a sí mismo; por eso un relato, un artículo, un cuento o una historia basada en la “realidad” de un delirio o en la fantasía de una ensoñación, tiene doble mérito. Contar un momento de la vida de alguien, describir un paisaje, transmitir una sensación, un olor o un estado de ánimo, son algunos de los contenidos de cualquier obra literaria; llegar al lector, despertar sus sentimientos y almacenar en sus recuerdos nuestras líneas, está reservado sólo a unos pocos; pero alcanzar al recóndito jardín de su subconsciente, afincarse en sus neuronas y formar parte de sus sueños, sólo lo consiguen los elegidos. Y lo curioso es que estos inspiradores nunca son los mismos, porque cada soñador, noche a noche, elige a su Morfeo.
No sabemos, al relatar un sueño o su quimérico entorno, a quienes vamos a emocionar y a motivar, quisiéramos contar algo que hemos soñado para ser nuevamente soñado, trasmitir lo onírico a las cuartillas para que al ser leído se convierta en argumento para otro ensueño, con las particulares innovaciones de cada evocación. Así, independientemente de la calidad literaria, el interés de la historia o la belleza con que esté plasmada, ésta cobrará todo su sentido tras su interpretación onírica, que será distinta para cada individuo. Por un instante, el escritor o la escritora, se convierten en Morfeo y la lectora o el lector en noveles nigromantes, expertos en descifrar los sueños de otros. Cálida y feliz simbiosis. Tal vez en eso resida la inmortalidad, en soñar y evocar vidas sin llegar a poder a saber nunca para quienes serán sólo eventos oníricos y para quienes serán parte de su existencia. Lo importante, amigos, es soñar para contarlo.
En estas páginas encontraran treinta y ocho intentos de alcanzar la esperada complicidad con otros soñadores. Son, todas ellas, historias que ocurrieron realmente, ya fuera en los terrenos de la vivencia, en los paraísos de la creación o en los mundos de la ensoñación; son treinta y ocho peldaños en la escalera onírica de Jacob.
No alcanza para desvelar los sueños el simple comentario matinal frente a una taza de café, pues contar nuestras experiencias visionarias es un ejercicio de confabulación, un complot entre ustedes y nosotros para que dispongan de nuestras ilusiones y también de nuestras pesadillas, que de todo hay en este libro. Leer es revolucionar el intelecto, ir más allá del relato, entrar en las mentes de los soñadores-escritores con efectos de telepatía diferida; meterse en la cama con Morfeo.
Bajo una elocuente y sugestiva portada encontraran nuestras historias, cobíjenlas como si fuesen su próximo sueño, o como si las estuviesen escribiendo ustedes mismos, y no se dejen amilanar por la posibilidad de que no sean ciertas. ¿Quién les asegura a ustedes que me están leyendo? Tal vez me leyeron ayer y hoy lo están recordando, quizás lo estén soñando, adormecidos. ¿Están seguros de que alguna de las fábulas que van a leer no han sido soñadas por ustedes mismos? ¿Existimos o nos estamos soñando? ¿Y si nos soñamos, cual es nuestra realidad?
Perdonen todas estas dudas que no son más que preguntas al viento de un soñador, que nunca quisiera perder esta capacidad de volar y lo que es más importante: la seguridad de que despertará. Y no me pregunten a priori si les gustará el libro, eso dependerá de lo que cada uno evoque cuando la diosa Nyx les acoja en su regazo. Dulces sueños.

Jordi Siracusa

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Podría decirles que fue un sueño

Podría decirles que fue un sueño

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Podría decirles que fue un sueño, un capricho del duende del cerebro, una huida hacia el mar de lo imposible, pero sería faltar a la realidad; sería sólo una verdad a medias. Y no me pregunten qué es la realidad, porque tendría que decirles que es otra media verdad o una mentira a medias.

Las barcas regresaban de su bendito faenar, el sol despuntaba desde oriente con un manto rojo que teñía la playa de colores libertarios. Yo andaba, como muchas madrugadas, tratando de contemplar el nacimiento de un nuevo día. Era una forma de ensalzar la vida, de decirle al cielo: “Aquí estoy todavía, gracias por este regalo”. Mis pies descalzos se hundían en la arena que había sido sedimento marino en algún tiempo.
De repente, todo se detuvo. Quedó en suspenso el momento, detenido el tiempo y atrapado el paisaje. Miré en derredor, nadie. No había ningún ser humano hasta donde alcanzaba mi vista. Miré atónito los edificios de la orilla, esperando una señal, una ventana abriéndose, un porticón renqueante, una voz, un sonido ¡un grito! Hubiese sido menos sorprendente un grito que aquel silencio insoportable.
Cerré los ojos. Supuse que al volver abrirlos todo volvería a su génesis, que el graznido de las gaviotas celebrando el amanecer me heriría otra vez el tímpano. Que el ondulante golpe de las olas volvería para contarme historias de allende los mares, que algún vecino me daría los buenos días, que, que, que. . . Suspiré antes de levantar los párpados, alcé el telón que intima los mejores besos y ¡nada! Todo estancado, interrumpido en un instante imposible. Me senté a la espera de acontecimientos. Temblaba.
En mi desolación me pareció oír a lo lejos unas risas. Pensé, estúpidamente, en algún programa de cámara oculta… pero ¡qué productor puede parar al mar!, ¡qué realizador puede detener un amanecer o el soplido del viento!, ¡qué guionista es capaz de describir un momento como aquel! Aquello era tan irreal que nadie era capaz de imaginarlo. Las risas fueron haciéndose más perceptibles; dos figuras humanas se iban pintando en el paseo que bordeaba la playa, parecían dos niñas ¡al fin, alguien!
Traté de correr hacia ellas; sin embargo, algo me detuvo y dejé que se fuesen acercando, disfrutando segundo a segundo de aquel mágico instante. Conforme se iban aproximando las reconocí, eran mis hijas: sonrientes, dicharacheras, felices y contentas… ¡y con treinta años menos! Llegaron a mi altura, justo en el momento en que el astro rey volvía a arrancar de su parada inverosímil, en el instante en que las olas golpearon de nuevo la playa como lo llevaban haciendo desde las noche de los tiempos; en el mismo segundo en que las gaviotas alzaron el vuelo en busca de peces con que llenar el buche. En aquel santiamén las niñas se abrazaban a mis piernas preguntándome cuál había llegado la primera. Vacilé ante lo inesperado, frente a la posibilidad de que mi cerebro hubiese apagado las neuronas de la razón y no obstante, me sentí inmensamente feliz. Me agaché para ponerme a su altura: “Las dos habéis llegado al mismo tiempo”, dije, convirtiendo una mentira en verdad. Rieron ambas mientras me cogían de las manos, al extenderlas me di cuenta de que aquellas manos eran las de un hombre de apenas treinta años, las manos del pasado. Tuve que contener un grito de júbilo y paradójicamente, una lágrima. Traté de buscar algo donde reflejarme, donde recuperar mi rostro de tres décadas antes, pero preferí mirarme en los iris infantiles que retrataron tantas tardes de domingo.
Se soltaron de mi amarre paternal y corrieron por la arena adelantándose a mi asombrado caminar. Mi mente empezó a girar a velocidad de quimera. Somos nosotros, en nuestra playa en un pasado lejano y feliz. “Corre ven”, gritaban. Y me puse a correr con la fuerza de mi edad de entonces… o de ahora. ¿Cuál era mi realidad?
Jugamos, nadamos, reímos y gozamos durante un par de horas. Yo trataba de racionalizar la situación: ¿Otra dimensión? ¿Un deseo de la mente? ¿Un guiño del destino? ¿La antesala de la locura? ¿Un mundo paralelo? Díganme: ¿qué hubiesen pensado ustedes? Disfruté del momento y esperé.
La ficción o la realidad iban haciéndose cada vez más sólidas, todo el mundo había rejuvenecido y el paseo y los edificios tenían la estructura del tiempo en el que estábamos. Busqué explicaciones a lo inexplicable. Si tal vez era una fantasía, ¿por qué no podían ser ilusión o ensueño los últimos treinta años?
La pequeña lanzó una sugerencia que fue aplaudida por su hermana. “¿Volvemos a casa?”, preguntó y me miraron interrogantes. ¡Volver a casa, regresar al pasado e iniciar de nuevo un caminar de momentos felices, de algunas amarguras, de un amor roto, de triunfos personales a costa de restar tiempo a la vida! Ellas tomaron ventaja camino del paseo. Me detuve a valorar la remota posibilidad de que al dejar la playa el espejismo continuara y volviera a vivir aquellos treinta años. Podría corregir errores, hacer las cosas mejor, prever los momentos difíciles y disfrutar plenamente de los felices. Sin embargo podía salir todo peor. Si el tiempo se repite con los mismos actores y las mismas circunstancias se revive lo existido, si por el contrario, tratamos de cambiar lo vivido o tal vez, lo imaginado – ya nada parecía seguro – todo sería distinto. O tenía que repetir lo vivido o tenía que arriesgarme y con ello hacer peligrar los logros, correr el riesgo de no encontrar a esos mismos amigos que llenan la vida. Jugarme a una carta el volver a amar intensamente. Me miré las manos y eché de menos las huellas del tiempo, las caricias dadas y los abrazos de aquellos años. Dejé que llegaran al paseo y levanté la mano. El sol, lentamente, volvía a reinventar de nuevo el día; las siluetas de las barcas se materializaban en el horizonte. “Hasta luego, les dije” desde la playa. Sus caritas mudaron en sorpresa, no entendían; pero yo, sí. ¿Qué hubiesen hecho ustedes? No les pregunto en mi lugar, les cuestiono por el suyo.
Podría decirles que fue un sueño, una ilusión, un desvarío. Pero les aseguro que fue tan real o tan ficticio como este momento. ¿Me leen o me leyeron? En todo caso lo he contado, a riesgo de que crean que no estoy en mis cabales; porque, mañana, cuando les pase a Uds., tengan la decisión tomada y meditada.

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