LA PUERTA DEL INFIERNO
Cada uno somos nuestro propio demonio y hacemos de este mundo nuestro infierno.
Oscar Wilde
Ya clarea cuando salgo de las entrañas protectoras del refugio y me asomo al parapeto. El barro engulle mis pies como si quisiera retenerme. Las ráfagas de ametralladora inician su melodía asesina, las detonaciones de los morteros alemanes retumban sin cesar, tiemblan las paredes del chamizo del que acabo de salir. Lodo y escombro.
En la trinchera todo es un caos, mis compañeros se aferran a sus armas como si fuesen una salvaguarda ante el plomo que cae sobre sus cabezas. No les veo la cara. Tienen pegado el rostro contra la tierra húmeda y rojiza tratando de protegerse de las granadas que estallan a su alrededor, pero adivino quién es cada uno de ellos: por la forma de agarrar el fusil, por la manchas de su capote, por la manera de llevar los correajes o por sus exclusivos gestos.
Algunos semblantes se levantan al verme aparecer:
– Por Dios, Pierre, agáchate, nos están friendo – grita uno de ellos.
Me tiro de bruces contra el suelo. Sabe a tierra, huele a pólvora.
Miro a mi derecha justo cuando un obús destripa a Jean Paul. Trato de llegar a su altura pero ya es tarde; le observo aterrado: su rostro, ahora inexpresivo, está manchado de barro y sangre, los ojos abiertos, fijos en el cielo gris. Es la cara de la muerte.
Silban nuevos proyectiles, las ratas salen de los lugares más insospechados y huyen como tales. Nuestra artillería bombardea las posiciones enemigas, los proyectiles pasan sobre nuestras cabezas buscando la líneas alemanas. Imagino las cureñas vibrando, el retroceso de las culatas y las cañas al rojo vivo.
Un grito me saca de mis entelequias, el obús enemigo ha caído en mitad de nuestra trinchera. Varios hombres han salido despedidos por la onda expansiva. Una masa parduzca de sangre, sesos y lodo se extiende pegajosa por la zanja.
Todavía no hay hedor, pero se huele el miedo y la pólvora. Siguen cayendo proyectiles. Este incesante golpear artillero o «Trommelfeuer», como lo llaman los alemanes está haciendo efecto sobre mis camaradas.
De pronto todo queda en silencio.
Todo en silencio durante un breve espacio de infinito tiempo. Noto que mis labios y mis manos tiemblan. Nada ni nadie se mueve.
Inesperadamente la artillería alemana vuelve a crepitar pero, esta vez, sus obuses estallan con un sonido hueco de vasija rota: “¡Gas!”, grita un oficial. Buscamos las máscaras apresuradamente. Minutos después una sombra de color verdoso invade toda la zona, es más sutil que la neblina, pero lo suficientemente densa para apreciarla. Algunos soldados no encuentran sus caretas, mojamos paños en agua y se los damos para que respiren. Para que aspiren vida. Pero para otros es tarde, su faz se torna azulada y sus labios negros como si hubiesen comido moras, el rictus de sus rostros pinta la última agonía cuando les han estallado los pulmones.
Para los que hemos sobrevivido renace una burda y egoísta tranquilidad: No habrá ataque hasta que el aire disipe el veneno de los hombres.
El efecto producido por los bombardeos y el gas ha sido terrible entre la compañía. La trinchera es un cementerio y un albañal de miembros destrozados. Frente a ella la tierra muestra descarada las huellas de los bombazos. Aquí y allá cadáveres de mis compañeros en las más atroces posturas, un ballet cavernario entre las fauces de una tierra totalmente destripada. Las defensas reventadas, los sacos terreros desperdigados. Las almas perdidas.
Una liberadora brisa se lleva los últimos efectos del gas y la pestilencia a carne muerta.

Se habla de un próximo contraataque y entonces llega el milagro. Nuestra compañía está tan mermada que nos relevan y nos trasladan a retaguardia. Quedamos acuartelados en Meudon, en los arrabales de París… mi París. Sin embargo, por precaución, no dejan que nos movamos ni vayamos a la ciudad, únicamente nos permiten salir de paseo por el pueblo.
Esta noche he dormido tranquilo, el estruendo artillero suena demasiado lejano para turbar mi paz. El catre cuartelero es el lugar más cómodo del mundo y la sopa y los arenques de la cena, un banquete. Y he soñado con las calles de París. Entre ensoñaciones y recuerdos dormidos, me he visto a los doce años jugando en las arterias urbanas convertidas en caudalosos arroyos por la inundación del Sena…
Terminaba 1910, un año especialmente lluvioso. Yo escuchaba con deleite el golpear del agua repicando en la ventana de mi habitación. El cristal se perlaba de gotas que descendían raudas una tras otra compitiendo en velocidad y dejando una estela sobre la vidriera.
Durante los meses de otoño e invierno había sido la musiquilla más escuchada. Pero la espesa cortina de aquella mañana era asombrosa y voraz. Caía el agua por los canalones y desagües incansablemente. Un verdadero aluvión.
– Hoy no podrás ir al colegio – dijo mi madre.
Mi cara de satisfacción fue tan evidente como los primeros síntomas del desastre.
La rue de la Convention, la calle donde vivíamos, se embalsó al desbordarse las alcantarillas; saltaban las tapas metálicas empujadas por la fuerza de la presión. El agua subió muy deprisa, pronto quedaron anegados los sótanos y los accesos a las fincas. La entrada del metro de la Avenida Félix-Faure manaba agua como una enorme fuente. El cercano Sena iba subiendo de nivel pero no llegó a desbordarse en la capital, aunque sí lo hizo al este y al oeste de la ciudad. Al mediodía gran parte de París era navegable, en nuestra zona la situación era dramática. Empezaron las evacuaciones de los edificios menos resistentes. Nosotros quedamos atrapados en nuestro piso sexto y los bomberos después de rescatarnos nos llevaron a la cercana iglesia de Saint-Lambert de Vaugirard en la rue Gerbert, junto con otros refugiados del barrio.

Fue una semana diferente, emocionante y divertida. En nuestro improvisado refugio coincidí con un misterioso anciano que cada noche nos contaba a todos los niños las más terroríficas historias. Acompañaba el relato con gestos de dolor y miedo, para darle una teatralidad a la narración que nos impresionaba.
Aseguraba que, su casa, situada en la rue Gerbert esquina rue Carcel, prácticamente frente a la iglesia, había sido mandada construir por el diablo, quién haciéndose pasar por un monárquico partidario de los Orleans situó allí su feudo. Los pétreos rostros del portal y de la esquina, que yo había visto cientos de veces al pasar frente al edificio, parecían “confirmar” la versión de nuestro cuentista. No obstante, yo sabía que su intento era distraernos y asustarnos un poquito. Lo conseguía.
Un día, una de sus leyendas me sobrecogió y captó todo mi interés. El hombre mantenía que en el pueblo de Soissons, justo a cien kilómetros de París, se encontraba la puerta del infierno. Aseguraba sin vacilación que, a través de ella, se entraba directamente en el averno. No sé el porqué pero aquella historieta me atrapó.
Al cabo de una semana pudimos volver a casa y llegó lo mejor. Las calles eran un carrusel de lúdicas sorpresas, pasarelas de madera permitían cruzarlas; a modo de improvisados puentes. Las barcas de remos y todo tipo de improvisados botes, “navegaban” por las vías parisinas, una divertida situación para los niños a la que se sumaba al obligado cierre de las escuelas. El nivel del agua bajaba lentamente. Sobre los inundados adoquines y aceras, multitud de objetos arrastrados por la riada se desplazaban perezosos hasta encontrar un lugar de atraque. Eran como el escaparate insospechado de vidas y hogares. Cientos de cosas aparecían flotando sobre las aguas ya residuales o se amontonaban en cualquier portal, recodo o esquina. Para una mente adolescente aquel mercadillo de objetos de lo más dispar levantaba todo tipo de suposiciones y conjeturas. Felices figuraciones para la fantasía.
En la rue Jacob, donde las aguas todavía alcanzaban más de un palmo, miles de libros provenientes de la Biblioteca Histórica de la Villa, flotaban como narcisos en un estanque. Me emocioné al verlo. Muchos de aquellos tomos eran parte de la historia de Francia.
El agua me llegaba casi a las rodillas, pero yo no podía dejar de hojear aquel mundo de letras flotantes. Un libro de sugerentes tapas se dejo arrastrar mansamente hasta mis dominios, incliné el tronco para leer su cubierta: “Las Flores del mal” (Les Fleurs du mal) “Colección de poemas, por Charles Baudelaire”. El estado del libro era todavía aceptable, lo tomé entre mis manos y abrí por una de las páginas: Cielo o infierno, ¿qué importa? , cantaba uno de los versos.
…Napas de agua derramábanse, azules/ Entre malecones rosados y verdes/ A lo largo de millones de leguas/ Hacia el confín del universo.
…decían otras rimas, etéreas y ondulantes, navegando en un poema llamado: “Sueño parisiense”. ¿Podía expresarse mejor lo que mis ojos de niño veían en la ciudad semisumergida en sus propias aguas?… El confín de un universo ¡tan cercano!, que empezaba en un verso y terminaba en una calle de París. Cogí el libro y subí a una de las pasarelas que llevaban hasta la acera ya rescatada, camino de casa. Aquel poemario fue durante mi mocedad uno de mis libros de cabecera.

El sonido de la corneta me hace saltar del camastro, dejando mis evocaciones sumergidas en las calles de París. ¡Quién pudiera retener los sueños de infancia!
Me abandono unos instantes observando a mis compañeros, parias como yo de un mundo que no comprendemos. Nos vestimos raudos y formamos en el patio. El capitán nos arenga: “Os hablo de la patria y del honor de Francia…” Nos dice, con una convicción que asusta. Luego nos felicita por nuestro valor, ¡qué pudimos hacer más que aguantar!, y nos anima a distraernos antes de regresar al frente.
Paul, André y yo salimos pletóricos a disfrutar de nuestra libertad provisional. Nuestros pasos nos llevan casi sin querer a un bello palacete, un extenso jardín rodea la villa. Nos detenemos frente a la verja para admirar el edificio. Una mujer de mediana edad se acerca a nosotros:
– ¿Soldados? – pregunta, como si nuestros capotes y correajes no fuesen pista suficiente.
– Sí, soldados franceses – respondemos.
– ¿Cómo es la guerra? – nos pregunta, tal vez por preguntar.
– Terrible y absurda – contesto.
Nos ofrece algo de beber y nos invita a entrar en la mansión. Mientras saciamos nuestra sed, surge, como de la nada, un anciano de barba blanca.
– Rose, invita a estos jóvenes a ver mi taller.
Una enorme estancia, plagada de bellas esculturas se muestra ante nuestra mirada incrédula. Pronto descubrimos que aquel anciano de rasgos enérgicos y al que le costaba tanto andar es el escultor Auguste Rodin.
Evas, Dánaes y Faunas mostraban sus cuerpos bellamente esculpidos por el artista. La armonía de las formas y la hermosura de las figuras me hace recordar las escabrosas posturas de los cuerpos matados en las trincheras.
-El cuerpo humano es tan bello, que nunca debería quebrarse – dice el anciano, mirando sus piernas enfermas como si fueran de otro.
No tenemos palabras. Él, sí.
A un gesto suyo, la mujer descubre una monumental obra que ocupa el ala sur del taller. Un grupo escultórico de más de seis metros de alto y tal vez cuatro de ancho, hecho en yeso, a la espera de su fundido en bronce. Está representada una enorme puerta de doble hoja sobre la que aparecen esculpidas decenas de figuras de distintos tamaños y en diferentes posturas. Todas ellas concentradas y abducidas sobre aquellos dos portones que dan paso a un incierto destino, más allá de todo lo conocido.
Sobre el dintel, tres imágenes casi idénticas retrataban, según el autor, tres sombras de un mismo personaje: Adán. El primero que intuyó la puerta. El primigenio en la historia. El padre de todos.
En el ático figuraba la más impactante: un hombre sentado, sujetando la cabeza con su mano derecha en actitud de reflexión y observación. Tal vez pensando en las condiciones de todos los otros, tal vez buscándose a sí mismo. Los cuerpos desnudos caían y se retorcían sobre la superficie del portalón envueltos en una niebla que me recordó al gas en las trincheras.
En aquel instante relacioné este portón con la historia del viejo cuentista de París. Antes de que pudiese preguntar algo, Rodin, confirmó mis pensamientos y exclamó: ¡La porte de l’Enfer! Nos quedamos impresionados, efectivamente aquella parecía la entrada a los infiernos. No hicimos más preguntas.

Al día siguiente regresamos al frente. Nos trasladaron en desvencijados camiones a toda la 2ª división a un paraje conocido como Chemin des Dames. Su nombre tenía una razón altamente poética, a finales del siglo XVII era un simple camino rural poco transitado; sin embargo empezó a ser utilizado por Adelaida y Victoria, hijas de Luis XV, de paso al castillo de la Bôve, cercano a Bouconville. Para hacer el camino más cómodo se empedró y tomó el romántico nombre de «Camino de las Damas».
Más de un millón de hombres se concentraron en la zona a las órdenes del general Robert Nivelle, para iniciar la ofensiva más importante de la guerra. Tanques, las nuevas y terribles máquinas blindabas para el combate, y abundante artillería nos facilitarían el camino para arrancar al enemigo de sus posiciones. Una nueva y sangrienta batalla, gestada en los despachos y encomendada a un veterano ducho en enviar hombres a la muerte.
No en vano, Nivelle, había tenido la responsabilidad artillera en Verdún. Nuestra 2º División, también veterana en aquella batalla, llevará el peso de la acción. Pero antes, nuestro cañoneo, a decir de los comandantes, borrará de la faz de la tierra al ejército alemán. Las enormes piezas de 400mm y los ligeros”75”, pasando por los morteros pesados y por el 370mm, montado sobre una cercana vía férrea, despliegan machaconamente, durante dos días, sus argumentos de metralla y fuego.
Apenas amanece nos mandan formar por enésima vez. La zona aún no está totalmente devastada, los árboles muestran sus ramas verdes y las flores de lo que serán sus frutos comienzan a despuntar. Me pregunto si llegará la cercana primavera a estos parajes donde el hombre se prepara para matar a otros hombres. Agarro mi Berthier, un buen rifle que me acompaña desde que me convirtieron en soldado. Un sargento grita nuestros nombres, seguidos del regimiento y del número de la compañía. Nos miramos los unos a los otros y por nuestras cabezas pasan los nombres de los que ya no formaran nunca más. Perdidos para su propia historia, pero ganados para la de Francia, como diría el capitán.
Una cadena de jóvenes se alinea lentamente frente a nosotros, vemos los rostros de los nuevos reclutas, apenas tienen 18 o 19 años, la misma edad que yo tenía cuando asalte en Verdún la colina de Le Mort-Home. Nos miran con el terror borbotando en sus intestinos. El mismo miedo que tenemos los veteranos, solamente que lo disimulamos mejor. Los mandos nos dicen, insistentemente, que los bombardeos han reducido al mínimo la resistencia alemana y que los nuevos carros de combate precederán nuestro ataque aplastando las barreras de alambre de espino y las últimas defensas enemigas. Será coser y cantar.
El terreno que tenemos por delante es áspero y desprotegido, pero lo peor de todo es que para llegar a las trincheras enemigas tenemos que superar un desnivel importante y los agujeros y embudos de nuestro bombardeo. Mi compañía se agazapa tras uno de los Renault FT 17, su cañón de 37mm, nos protegerá de todo mal. El fuego de nuestra artillería cesa cuando nos encontramos cerca de los parapetos alemanes. Entra en acción el carro blindado que nos abre paso, una granada estalla sobre su carrocería sin causarle daños, pero es el aviso de que la resistencia persiste. Las manos tiemblan cuando calamos bayoneta, algún recluta solloza. El teniente da la orden de asalto con su silbato, él es el primero en caer. Serpientes de metralla barren nuestras primeras líneas.
André muere en mis brazos acribillado por una ametralladora: “Quédate conmigo”, son sus últimas palabras. Vacilo, pero ya no hay retroceso. Avanzamos, saltamos por encima del parapeto y acuchillamos a todo el que se pone por delante. Un teniente alemán esgrime una pistola, el fulgor de una explosión le ciega, no lo pienso y clavo el machete en su bajo vientre, apoyo mi pie en su pecho para extraer la hoja, es casi un niño, probablemente recién salido de la academia militar, de nuevo hundo el cuchillo asesino en su cuerpo…
Muere el día. Los boches se retiran hacia la línea Hindenburg, parece que nuestras posiciones van a consolidarse, pero es solo un espejismo. Los aviones alemanes ganan el control del cielo y dirigen desde el azul el destino de los obuses de su artillería. Nuestras barricadas se convierten en un blanco perfecto y nos machacan día y noche. La solución que dan nuestros comandantes es la de atacar. Siempre adelante dicen desde atrás. Y salimos de nuestros agujeros esperando que todo termine. De una forma o de otra, pero que termine.
En menos de una semana contábamos entre nuestras filas 150.000 bajas, las dos terceras partes, definitivas. Nuestra mermada compañía había perdido a todos sus oficiales y a todos sus reclutas, y no habíamos podido romper la línea Hindenburg. Paul me confiesa: “Tengo ganas de llorar, ya solo quedamos tú y yo de los viejos camaradas, esto es desesperante”. Cercana a nuestras posiciones está la ciudad de Soissons que ha sido terriblemente bombardeada y apenas le quedan edificios en pie. Sin embargo para nosotros es la esperanza de descansar algunos días. Parece que hay calma en el frente, unos y otros nos dedicamos a lamer nuestras heridas. Demasiado profundas.
A finales de abril nos envían ¡por fin!, a Soissons. El aspecto de la ciudad, como el nuestro, es horrible. Fue tomada por los alemanes al principio de la contienda y recuperada al término de la combates del Marne, en sus calles y en sus edificios se ve la tragedia. La división se reparte por el lugar, entre los cuarteles y los hogares que aún quedan en pie. La catedral es un montón de ruinas. Pero siguen en funcionamiento tabernas y burdeles y hacia ellos encaminamos nuestros pasos. Es un destino humilde y evasivo, justo lo que precisa nuestro extravío emocional.
En los tugurios y en las calles, oímos de desórdenes en los trenes militares que enviaban tropas para relevarnos. En toda la región del Aisne los soldados se amotinan. Llegan nuevas órdenes del general: mañana se iniciará un nuevo contraataque. Apenas hemos podido disfrutar de cinco días de permiso. Los suboficiales se quejan pero tratan de reagrupar a la tropa, misión imposibles, los veteranos estamos hartos de tanta lucha y nos negamos a seguir siendo carne de cañón. Nuestro regimiento ha combatido en las batallas de Verdún y el Somme. Como solamente quedamos 18 efectivos de toda la compañía nos ordenan incorporarnos a otra. Paul y yo nos miramos al recibir la orden.
– Decide tú, Pierre – me dice adivinando mi pensamiento.
Resolvemos no regresar al matadero. Ya no quedaba gloria en las trincheras.
Desde un improvisado escondite vemos pasar los camiones que llevan de regreso a los soldados hacia la batalla. Muchos están conscientemente borrachos y otros lanzan gritos de insubordinación. Los oficiales ni se molestan en amenazarles. Ellos piensan lo mismo.
Esperamos hasta la noche y aprovechando la obligada oscuridad por la cercanía del frente, salimos a la calle. Una patrulla nos da el alto. Un capitán enjuto, armado con un revólver, que poco o nada ha pisado el frente, se adelanta al grupo y nos insulta: “Traidores, desertores…cobardes”, grita fuera de sí. Paul trata de decirle algo y suena un disparo. Mi amigo cae de bruces y queda tendido sobre el adoquinado. Con la cara desencajada levanto el fusil y lanzo un trueno vengador que atraviesa la cabeza del agresor. El grupo de soldados ni reacciona, se dan la media vuelta y se pierden por entre las calles de la ciudad mártir. Yo quedo allí sollozando ante el cadáver de mi amigo y el de su asesino. Cubro el rostro de Paul con su manta de campaña y me alejo.
La Cathédrale St Gervais et St Protais parece llamarme. Miles de cascotes han caído sobre su nave principal por efecto de los bombardeos, imágenes destrozadas y bancos convertidos en astillas son el paradigma de la guerra. Todo es un caos, como mi alma. Magnífico lugar par un homicida, pienso. Hay una imagen de Cristo crucificado que parece censurarme con la mirada. “Tú nunca estuviste allí, ni en un lado ni en el otro de las trincheras, ni tan siquiera en ellas”, le reprocho en soliloquio. Lloro, estoy solo, sin patria, sin amigos, sin consuelo divino, sin esperanzas.
Acuden a mi mente las palabras del viejo cuentista de París: “En Soissons está la puerta del infierno”. Bajo a la cripta, algo me dice que allí encontrare respuestas. Las paredes del subsuelo han resistido a las bombas, una trampilla camuflada en el pavimento está abierta por el efecto de alguna explosión y muestra unos escalones de piedra. Desciendo.
Llego a una estancia aparentemente no hollada por el hombre en muchos siglos, en una de las paredes hay algo escrito: Per quae peccat quis, per haec et torquetur, recurro a mi oxidado latín y traduzco: “Por aquellas cosas que uno peca, por esas mismas es atormentado”, al lado del escrito hay una entrada de arco ojival con la puerta de madera muy antigua y claveteada formando el signo de una cruz, sobre el dintel reza: La porte de l’Enfer. Sé que es una quimera medieval, una superstición. No obstante, pienso en lo sucedido estos días; en el inesperado encuentro con Rodin y su infierno; en mis sueños de adolescente y en las historias del viejo cuentero de París. En los delirios de mis comandantes y en tantas muertes inútiles; en los versos de Baudelaire: A mi lado el demonio acecha en tentaciones, Y pone ante mis ojos, llenos de confusiones, heridas entreabiertas, espantosas visiones.
No puedo evitarlo y empujo la puerta que se abre dócilmente. Entro.
Ya clarea cuando salgo de las entrañas protectoras del refugio y me asomo al parapeto. El barro engulle mis pies como si quisiera retenerme. Las ráfagas de ametralladora inician su melodía asesina, las detonaciones de los morteros alemanes retumban sin cesar, tiemblan las paredes del chamizo del que acabo de salir. Lodo y escombro.
En la trinchera todo es un caos…
FIN

Catedral de Soissons
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