El ejemplo de Islandia
El ejemplo de Islandia
El último debate sobre el estado de la Nación y el primero de la era Rajoy, nos dio un ejemplo muy claro de lo que podemos esperar. Empecinados todos en salir de una crisis que no es del pueblo, pero que tiene que pagar el pueblo, nos piden paciencia esfuerzo y resignación. Mientras, los culpables, siguen pagándose dividendos, echándonos de nuestra casa, despidiéndonos de nuestros empleos y engordando sus cuentas en Suiza.
La gente se pregunta y me pregunta (pobre de mí) qué hay que hacer, puesto que sus representantes duermen la siesta de los indiferentes y de los culpables, cuando menos la de los cómplices. Mientras medito, escucho las palabras de Rajoy, de que en su partido ya no están los responsables – trata de referirse a los corruptos y corruptores – pero yo tomo la frase literalmente y entiendo que, hoy por hoy, el PP es un partido de irresponsables. Y trato de hallar una respuesta convincente.
El siglo XXI es el siglo de las enfermedades mentales, entre ellas la temida depresión, en la que muchos trabajadores europeos caerán para que unos cuantos salven sus fortunas. Y la solución no está en los fármacos que atontan o inhiben, la solución, queridos lectores, está en encontrar la salida y ver la luz. Ya sé que es muy difícil, pero es la única forma: gritarle al mundo que estás vivo.
Al igual que en la depresión individual, la colectiva se ve acompañada de la desesperanza, porque nos resulta muy difícil confiar en que todo esto acabe bien. La palabra desciende de la latina depressio que significa, opresión. Y ese es el estado de ánimo de las gentes: se sienten oprimidas, abatidas, incapaces y puteadas.
Y de nuevo surge la pregunta: cómo acabar con todo esto. Y mi meditada respuesta, apuntada en otros escritos, solamente tiene un nombre: Revolución. No, no se trata de una revolución violenta y cruenta, no. No les voy a dar el gusto de que me acusen de incitador, sólo soy un ciudadano libre en busca de soluciones sensatas pero radicales, porque está visto que los antidepresivos y parches Sor Virginia que nos proporcionan los gobernantes, no bastan. Son como aquellos amigos que se muestran complacientes con lo de, pobrecito…ya pasará, escaso favor les hacen, cuando lo que necesitan es un buen empujón y una verdad, aunque duela.
Y cuando hablamos de cambios radicales y revolucionarios, tenemos que buscar el ejemplo de Islandia que se negó a pagar las veleidades, corrupciones y chorizadas de otros.
Probablemente muy pocos de ustedes estarán informados de todo cuanto aconteció y acontece en la isla ártica. Un secreto muy bien guardado, difícil de tocar por los medios de comunicación europeos, pertenecientes o influenciados, en su mayoría, por uno u otro grupo político.
Islandia fue capaz de perseguir y acabar con un gobierno corrupto y unos representantes ineficaces y meter entre rejas a los responsables de la crisis financiera, aunque hubiesen huido del país. Fueron competentes para enfrentarse a la voracidad financiera, nacionalizar su banca y cubrir los depósitos de los pequeños ahorradores y lo más importante, redactar una nueva Constitución y decidir que jamás el gobierno – o sea el pueblo – pagaría ninguna pérdida empresarial o bancaria. Y todo gracias a la movilización de todos los ciudadanos, hartos de tanta corruptela, desidia y traición.
La génesis de todo la encontramos en el 2008, cuando el país era uno de los más avanzados del mundo con un 8% de su PIB dedicado a la enseñanza. Los tres bancos mayoritarios fueron los precursores de lo que luego sucedería en Estado Unidos o en Europa, su deuda era seis veces el PIB del país. El gobierno publicó una ley llamada de “emergencia” donde nacionalizaba los tres bancos, se hacía cargo de la deuda y permitía un corralito a la medida del fraude y la corrupción. Se devaluó la moneda y los islandeses vieron sus ahorros confiscados, ni siguiera podían utilizar sus tarjetas de crédito, la deuda se disparó y los voraces bancos ingleses y holandeses fueron subiendo sus intereses sin que el FIM dijera: este desastre puede afectarnos.
La bolsa cayó un 76% y los gobiernos inglés y holandés pidieron que el pueblo islandés cubriera la deuda que tenían sus bancos. No se extrañen, en España lo consagramos cambiando la Constitución – tan intocable para otras cosas -, ¿recuerdan el texto?: “EL cobro de la deuda y sus intereses es prioritario”, decía más o menos.
Así las cosas, los islandeses se hartaron y empezaron con concentraciones en plazas y calle. Un nuevo gobierno de una coalición de izquierdas, investigó a los responsables de los bancos, a los de hacienda y a los políticos. La navidad del 2009, la gente rechazó a través de un referéndum pagar la deuda y los intereses de bancos y empresas. Ningún estado soberano debe rescatar las empresas privadas.
Hoy, Islandia sigue luchando por su independencia económica, con dificultades. Renegociaron la deuda externa consiguiendo alargar los 15 años impuestos a 37 y rebajar los intereses del 5% al 3%. Hoy saben que su destino lo deciden ellos y no cuatro financieros y media docena de políticos corruptos.
Ya ven ustedes que hay soluciones, pero que pasan por la exigencia de que los partidos limpien de sospechosos sus filas, denuncien y expulsen a sus ovejas negras e impongan una calidad ética y profesional a sus candidatos; que los banqueros, defraudadores, evasores, especuladores y corruptos, paguen con sus patrimonios y su libertad los delitos cometidos; prestar más atención a las demandas ciudadanas que a través de la red o por peticiones firmadas vayan surgiendo: la verdadera democracia es cuando el pueblo tiene la palabra; que la justicia actué y que jueces y fiscales tengan que demostrar la bondad de sus actuaciones a riesgo de ser apartados; total transparencia en las actividades públicas de funcionarios y políticos.
Todo esto implica, sobre todo, una nueva Constitución en la cual se aborde en primer lugar la forma de Estado, dejándonos de concepciones obsoletas y ridículamente protocolarias y luego, todo lo que permita recuperar la soberanía popular, para que nunca más vuelva a suceder lo acontecido.
Ese es el verdadero cambio, la revolución necesaria. Sobre todo no escuchéis los cantos de sirena de que no es el momento, de que hay otras prioridades, de que ahora van a ser honestos…todo son excusas para parar lo que ya está en marcha.
Mi reino por una dinastía
Mi reino por una dinastía
Como aficionado a la Historia y escritor de novela histórica, me he emocionado con el hallazgo de los restos de Ricardo III, el rey inglés muerto en la batalla de Bosworth. Andaba el hombre enterrado en las ruinas de un monasterio en Leicester, bajo un aparcamiento. El esqueleto tenía varias señales de heridas afines a las de una batalla y una grave escoliosis en la columna vertebral, además de una profunda herida, mortal de necesidad, en el cráneo y producida por un brutal golpe de alabarda. Lo que coincidía con la idea del físico y las causas fallecimiento del monarca de la rosa blanca.
De inmediato, arqueólogos, genetistas e historiadores, aunaron esfuerzos para confirmar que se trataba de Ricardo III, el último rey de la Casa de York, que gobernó Inglaterra entre 1483 y 1485, y que inmortalizara Shakespeare en su obra homónima.
El hallazgo se comunicó a un nutrido grupo de periodistas en una rueda de prensa. La demostración de la veracidad se hizo a través del ADN de un carpintero canadiense descendiente directo de los reyes ingleses por vía materna. Pero de inmediato surgieron las primeras dudas, como las de Carles Lalueza, reconocido investigador que tiene en su haber la confirmación de autenticidad de la cabeza momificada del rey francés Enrique IV, comparando su ADN con el ADN de su descendiente Luis XVI procedente de la reseca sangre de un pañuelo escondido en su época en el interior de una calabaza.
Estos misterios históricos me tienen atrapado en cuanto a sus aportaciones a la Historia y el conocimiento de sus personajes. Sin embargo, en la praxis, no dejan de ser conjeturas más o menos verosímiles. Es muy posible que los datos genéticos del carpintero canadiense coincidan con el cadáver hallado, pero ¿es en verdad el del chepudo Ricardo III?
Recuerdo que un amigo, vecino de Ilueca en la provincia de Zaragoza, me comentó que él y otros niños se habían entretenido más de una vez jugando con el supuesto cráneo de Benedicto XIII, el Papa Luna, cuya pelada testa restaba en su ciudad natal proveniente de Peñíscola, lugar en que falleció Pedro Martínez de Luna, que se negó a dimitir y de aquí proviene el adagio: “Se mantuvo es sus trece”. Muy al contrario que su último -por el momento– sucesor, que entiende que la edad y las dificultades que tiene la Iglesia, son demasiado grandes para sus fuerzas. Y es que ¡hasta para la Santa Madre ha llegado la crisis!
Pero volviendo a don Ricardo. En aquel – y en todos los tiempos – las casas reales europeas eran y son, pródigas en hijos ilegítimos. No sería pues de extrañar que cualquier lacayo inglés hubiese fecundado a la reina de turno y que a partir de entonces la sangre de los Plantegent ya se hubiese perdido en las alcantarillas del tiempo y tanto Ricardo como el carpintero canadiense fueran descendientes de un buen señor. O tal vez el esqueleto encontrado corresponda a un bufón de la corte hijo ilegitimo de algún York.
A los que somos agnósticos, incluso en los aspectos dinásticos, nos hace felices pensar que así son las cosas y que ninguna de esas nobles familias reales son lo que dicen ser. Tampoco los lacayos, palafreneros, lavanderas, criadas, y capitanes de la guardia, han estado tan alejados de la continuidad de las dinastías y de las camas de la realeza.
Algunos autores, entre ellos el historiador Norberto Mesado, dudan de que Alfonso XIII fuera hijo de la reina María Cristina de Habsburgo y que al nacer el último vástago de Alfonso XII, que supuestamente era otra niña, – complicando así el tema sucesorio -, cambiaron los bebés por el hijo ilegítimo del monarca habido con Adela Lucia Almerich, la amante de turno del rey. Supuestamente la infanta legítima había sido entregada a la madre del varón recién nacido y bautizada como Adelita Almerich Cardet. Hasta el propio maestro Francisco Tárrega, le dedicó una mazurca llamada, Adelita. Parece difícil demostrarlo, pero ahí está la duda.
Tal vez más verosímil parece la teoría de que Alfonso XII, fuese hijo de un guapo oficial de ingenieros, nacido en Onteniente, llamado Enrique Puigmoltó y Mayans, a quién la reina Isabel II en un gesto de reconocimiento, le obsequió con la cuna del futuro soberano; sin el permiso del rey consorte Francisco de Asís.
De confirmarse todo esto, la actual dinastía española, descendería de una guardabarrera de la Alquería del Niño Perdido, ese era el oficio de Adela, y de un comandante de ingenieros. Para mí tan nobles como el que más.
Nada nuevo bajo el sol, si consideramos que la abuela de Isabel II, María Luisa de Parma, a punto de morir, reveló a su confesor, Fray Juan de Almaraz, en fecha 2 de enero de 1819, que ninguno de sus hijos e hijas (tuvo veinticuatro embarazos, 14 nacidos y 10 abortos), eran del rey Carlos IV y que, según palabras de la reina: “La dinastía Borbón en España era concluida”. El fraile lo dejó escrito en un documento fechado en junio de 1827.
Por tanto, espero que no se sorprendan las generaciones futuras si encuentran el cuerpo de un supuesto Borbón enterrado en el parking de algún bingo y les sugiero que no traten de comparar su ADN con las gentes enterradas en el monasterio de El Escorial, podría haber muchas sorpresas.
[Arriba]Un relato navideño…con algo de retraso, jejej
Estos días estoy tratando de poner mis pensamientos en orden. Después de una persistente soltería, jalonada de aventuras y amoríos, creo que, al fin, he encontrado a alguien especial. Tenemos muchas cosas en común y salvo un par de detalles sin importancia, somos la pareja perfecta. Libres e inteligentes. De gustos, lecturas y objetivos comunes, y aunque ella me trata tan sólo amistosamente, adivino en sus gestos y comentarios una ternura muy particular y un cariño sincero. Todo empezó frente a un escaparate en las jornadas previas a la Navidad.
Todas las calles deberían tener escaparates, les dan vida. Son como los ojos que cantó Machado – “son ojos porque te ven” –, te ven y te atraen como los de una mujer hermosa. El caso es que aquel escaparate navideño era muy atractivo. Todos los objetos expuestos – se trataba de una perfumería selecta – parecían sacados del cuento de “Alicia en el País de las Maravillas”: los jaboncitos multicolores parecían sabrosas frutas que gritaban, “¡cómeme!”; las colonias, semejaban elixires de amor; las sales de baño, diminutas taselas de mosaicos de un jardín encantado. Las pinturas de labios y las cajitas de maquillaje aparecían dispuestas sobre una paleta decorativa simulando estar a la espera de la mano del artista; los desodorantes desfilaban en perfecta formación imitando a un ejército de brillantes uniformes y los enjuagues bucales se mezclaban armónicamente según fueran de menta, de fresa o de limón, formando un imposible Arco Iris. Todo, bajo el espíritu navideño de las bolitas de cristal, el muérdago y un paisaje nevado sobre una foto de palmeras y dunas.
La atrayente seducción de la vidriera me obligó a entrar. Un suave aroma a niño recién bañado inundó mis pituitarias. Cerré los ojos y volé a lejanos pretéritos. Una dulce voz me regresó a la realidad.
– ¿Desea alguna cosa?, ¿puedo ayudarle?
Me giré buscando el eco de su frase y quedé maravillado. Era preciosa, su sonrisa dibujaba dos perfectos hoyuelos, no demasiado grandes, allí por donde la comisura de sus labios tiene sus arrabales. Alta, bien formada; melena castaña, rizada seguramente con uno de los numerosos productos que, para tal uso, nutrían las estanterías. Sus manos reposaban largas y firmes sobre el mostrador. Me azoré como un niño. Podría haberle dado una lista de deseos y un manual de ayudas que precisar de ella, pero me azoré y sólo atiné a decir: – No sé, todavía.
Y esa era la verdad, todavía no sabía quién era ella; de dónde venía, cuales eran sus gustos, sus manías, su comida favorita, su autor preferido, el día de su cumpleaños, sus sueños… nada, todavía nada.
Ella me miró, como quien mira a un loco.
– ¿Está Ud. bien?, preguntó un poco asustada.
– Sí, sí, perdone, trataba de recordar que me falta.
Salí de la tienda cargado de cosas que ya tenía. Me llevé unos cuantos de aquellos soldaditos de sobaco, unos jabones que no sabía donde poner, leche corporal para todo el año y tres botellas de mi colonia favorita, que junto a las dos que tenía en casa me aprovisionaban para una larga temporada. Pero no pude evitarlo cuando me dijo que aquella colonia le encantaba. Lo dijo después de acercarse a mi cuello para percibir la fragancia que usaba. Confieso que sentí una sensación placentera cuando su nariz olfateó cerca de mi rostro; tan cerca, que me hubiera sido fácil besarla.
Con el pretexto de las compras navideñas, me convertí asiduo cliente. Con mis visitas creció nuestro mutuo conocimiento y llegué a saber el día de su cumpleaños, su película favorita y que le gustaba con locura el chocolate. Sin embargo, mi mayor emoción fue cuando al listarme el nombre de sus poetas preferidos citó el mío y lo acompañó con uno de mis versos. Sonreí. En un gesto de vanidad no reprimida, me señalé con el índice. Ella abrió de par en par aquellos bellos ojos por los que miran los míos.
– ¿No será Ud.?
Nunca una respuesta fue tan ufana. A la mañana siguiente le regalé media docena de mis libros. Por las dedicatorias que me pidió supe su nombre: Esmeralda.
El nombre le hacia justicia. Le conté que en lo más profundo del desierto oriental de Egipto, no muy lejos del Mar Rojo, se encuentran unas minas que fueron explotadas posiblemente hace 3.500 años. En dichas minas se extraía una piedra preciosa de color verde, la cual fue bautizada con el nombre de esmeralda. La mismísima reina Cleopatra llegó a poseer esas minas, pues sentía una especial fascinación por estas gemas.
Esmeralda, muy probablemente, sabía ya la historia, pero pareció emocionarse al escuchar cómo yo la relataba y, al concluir, me obsequió con un casto beso en la mejilla que a mí me supo a gloria.
Los días pasaron acercando un poco más la celebración de la Navidad. Y en Nochebuena tomé una decisión que llevaba días meditando: lanzarme al ruedo sin muleta. Llegué frente a su escaparate, silbando el estribillo del villancico que los altavoces de la calle regalaban a los paseantes.
Me esperé pacientemente a que se vaciara del numeroso público que hacía las últimas compras y entré en la tienda. Ella sonrió al verme, estaba particularmente bella:
– Feliz Navidad – me dijo.
– Feliz Navidad – contesté emocionado.
Acabó de atender a la última clienta y me hizo un gesto con la mano para que esperara. Gesto inútil, pues la hubiese esperado toda la noche si hubiese hecho falta.
– Creí que no se iban nunca. ¿Quiere comprar algún regalo de última hora?
– No, no, hoy he de comentarte algo muy particular – repuse.
– Bien, en sólo diez minutos cierro la tienda.
Paseamos callados por el vecino parque.
– ¿Y eso tan importante de lo que quería hablarme? –dijo.
Saqué fuerzas de flaquezas y le conté mis sueños, mis objetivos inmediatos y futuros… y le pedí que los compartiera conmigo.
Ella me miró sorprendida. Por un momento dudé si iba a besarme o a huir, finalmente me acarició el rostro, con mucha ternura y susurró.
-Eres una persona especial – dijo, tuteándome por vez primera. – Muy especial y te quiero, te admiro… pero no te amo, no puedo amarte.
Traté de preguntarle; pero ella adivinó cual será la cuestión.
– No hay nadie; no obstante, espero que pueda haberlo algún día.
Me besó en la mejilla y se alejó sin mirar atrás, acelerando el paso como si quisiera crear un espacio eterno entre los dos. La nieve empezaba a caer, hermosa pero fría. Los ecos de un coro infantil me recordaron la noche en que estábamos. Un halo de tristeza se metió en mis huesos, como las aguas del naufragio en un velero con el mástil roto.
Regresé a casa, abatido e inmerso en mis pensamientos y sin poder comprender. Era perfecta: mis mismos gustos, apasionados ambos por las mismas lecturas, los mismos espectáculos… por los mismos sueños. No podía entenderlo, coincidíamos en todo, excepto en un par de detalles sin importancia…
A no ser que ella considere esencial el hecho de que todavía no haya cumplido los treinta y yo pase de los ochenta. Los poetas, ella misma me lo dijo, no tienen edad.
FIN
[Arriba]