NUEVO RELATO HISTÓRICO: EL TREN DEL AZÚCAR
EL TREN DEL AZÚCAR
A la memoria de los cerca de 500 seres humanos que perdieron su vida en la construcción del ferrocarril La Habana- Güines.
Bajo un sol de justicia, varias docenas de carretas tiradas por bueyes avanzaban por la calzada que conducía a La Habana. Los toros bufaban al superar los repechos. Al llegar a lo alto de la meseta, los capataces detuvieron la caravana para que hombres y animales recuperaran el resuello. A sus espaldas se extendía el valle, docenas de columnas humeantes salpicaban el horizonte señalando la ubicación de los ingenios; más allá, se podía adivinar el golfo de Batamanó.
Semanas antes, cientos de arrieros habían portado en sus mulas, desde las regiones más abruptas de la provincia, el azúcar de caña. El camino no era fácil. Las caballerías se hundían en el barro si la época era lluviosa, se perdían en la selva, se despeñaban en cualquiera de los cerros o eran engullidas por algún pantano de la manigua. Era necesario protegerlas del abrazo de las lampalaguas y de las fauces de los caimanes. Con suerte, superado todo, las arrias se concentraban en un punto determinado para cargar el azúcar en las carretas y proseguir viaje al puerto habanero.
La caravana trataba de llegar en esta primera jornada a Güines. Pernoctaron a orillas del río Mayabeque, donde todos podían refrescarse y saciar la sed. Las mayas de tono esmeralda abundaban en los caminos que conducían al río y los mangles extendían sus ramas hasta hundirlas en el terreno de las riberas, como patas extrañas en busca de sus propias raíces; el tono rojizo de sus troncos daba una sensación de herida abierta que desangraba hasta las aguas del Mayabeque. Los hombres, a pesar del cansancio, se acercaron a la ciudad en busca de un trago de ron, de una canción o la compañía de una mulata, puesta a trabajar por el patrono criollo.
San Francisco Javier y San Julián de los Güines, largo nombre para un pueblo, acogía a los hacendados, capataces, carreteros y arrieros con igual interés. Se repartían por distintos lugares de acuerdo con preferencias y posibilidades. Se llenaban los burdeles, las tabernas y los establos. Mientras, los esclavos quedaban al cuidado del ganado y de la mercancía. Las risas y cantos de los hombres libres en las calles y de los esclavos en las cercanas riberas, se escuchaban hasta las horas cercanas al amanecer. Al final de la noche, los petates olían a ganado y caña, pero servirían para un merecido descanso. Al día siguiente había que hacer la etapa más dura.
El guarapo aclaró las gargantas quemadas por el ron y los chiringuitos de café estimularon a unos y otros. La caravana se puso en marcha pronto. Atravesaron el valle e iniciaron la subida a la loma de la Candela. Bueyes y mulos acusaban las pendientes de “las Candelas” que dejaban atrás ciudad y valle. Un par de ruedas saltaron rotas por los ejes. Quedaron algunos esclavos con un capataz tratando de cambiarlas, el resto continuó hasta la extensa meseta que se extendía majestuosa durante dos kilómetros. La parte más difícil estaba hecha: faltaba atravesar nuevos valles, pernoctar cerca de Bejucal y de nuevo proseguir camino, y en una o dos jornadas más, plantarse en el puerto de La Habana donde esperaban los barcos de transporte. Era un trabajo tan fatigoso como vital para la economía de la colonia.
Claudio Martínez de Pinillos y Ceballos, conde de Villanueva y presidente de la Junta de Fomento, observaba la caravana a su llegada al puerto. Dentro de sus obligaciones oficiales estaba la de velar por el fomento de la agricultura y la adecuación de los caminos y accesos a las haciendas; además del incremento de la población en la Isla. Y entre sus devociones particulares, la de procurar que sus amigos hacendados no perdiesen demasiadas caballerías, bueyes y esclavos – no necesariamente en ese orden –, en los traslados azucareros para su exportación a la Península y a las repúblicas americanas. La reparación y construcción de caminos apropiados y rápidos era su dolor de cabeza más persistente.
Don Claudio era un criollo nacido en La Habana en 1782, que antes de terminar el siglo llegó a la Corte en busca de influencias y honores. Durante su estancia en la metrópoli tuvo lugar la invasión napoleónica y se batió el acero en la Guerra de Independencia contra las tropas de los Bonaparte. Volvió a la Isla, nombrado Tesorero General del Ejército y la Hacienda, en 1813 y de eso ya habían pasado más de veinte años. Dedujo que la solución a los problemas del transporte en la Isla pasaba por un modernísimo sistema: el ferrocarril.
Hacía ya cuatro años que la Junta de Caminos de Hierro había finalizado los estudios y editado una memoria sobre la conveniencia de la implantación del tren en la Isla; concretamente partiendo de La Habana y aconsejando, Güines, como estación término. Este recorrido permitiría recoger las cosechas de azúcar, café, maíz y arroz que tan abundantes eran en los ricos valles que jalonaban todo el trayecto. No obstante, el proyecto estaba paralizado por el alto coste económico que supondría. Sin embargo, el conde de Villanueva, recién nombrado presidente de la Junta de Comercio, estaba dispuesto a consolidar la idea. Disponía de los fondos necesarios merced a un préstamo de un banquero inglés llamado Alejandro Robertson y del apoyo de gran parte de los hacendados.
Así pues, aquella primavera de 1835 fue de verdadero caos en La Habana. La ciudad empezó a recibir mano de obra de las más variadas procedencias: un par de cuadrillas de esclavos fueron los primeros refuerzos para el ingeniero Benjamín Wright. A ellos se añadirían obreros libres, libertos de color, esclavos y esclavas cuyo propietario se embolsaba sus salarios; incluso prisioneros carlistas proporcionados por el gobierno de Madrid. A pesar de la variopinta participación, en la que abundaron reyertas, venganzas, deserciones, timbas y borracheras, la obra iba avanzando. Los verdaderos problemas surgirían al tratar de definir las vías de salida y entrada a la capital. La Junta después de considerar varias opciones se decidió por la puerta de Monserrate. El nombre le venía de la ermita de Nuestra Señora de Monserrate, lugar favorito de devoción de los negros libertos. Partiendo del Jardín Botánico, la línea férrea saldría de un tramo abierto en la muralla entre las puertas de la Tierra y Monserrate, para seguir más adelante por el Paseo Militar y rumbo sur hasta el Castillo del Príncipe. Pero…
Miguel Tacón y Rosique, gobernador de Cuba desde hacía apenas un año, era militar desde la cuna o casi. Había nacido en Cartagena, a los quince años ya era guardiamarina de la Real Armada y a los dieciséis tuvo su bautismo de fuego en la defensa de Orán. Presumía constantemente de su participación en Trafalgar y fue uno de los últimos defensores de la bandera de la metrópoli en lo que, años después serían Perú, Bolivia y Colombia. Al llegar a la Isla parecía un anciano, aunque solamente tuviera 59 años. Atrás quedaba aquel general de notable estatura, facciones correctas, nariz griega, frente despejada y pelo negro y rizado. Había mermado considerablemente, y un rictus de amargura se dibujaba en su rostro otrora agraciado. Restaba ahora un hombre de carácter autoritario y agrio, pero todavía enérgico y déspota. Pero ante todo era un ególatra, capaz de las más brillantes ideas urbanísticas y organizativas y paralelamente, un condenado defensor de la esclavitud y de la pena capital para cualquiera que se opusiera a sus deseos, que según él eran los de la Corona y por extensión los del mismísimo Dios. El choque con el ilustrado conde de Villanueva, criollo, antiesclavista declarado, dialogador y amante de las más bellas mulatas habaneras, estaba servido. Los dos eran trabajadores y tenaces, apasionados ambos, uno por la vida, el otro por la muerte… y tozudos.
Lo que no sabía la gente era la antigua rivalidad entre ambos. Se remontaba a veinte años atrás cuando las colonias continentales se levantaron contra la presencia española. Tacón había sido nombrado presidente de la Audiencia de Charcas, reprimiendo a sangre y fuego los levantamientos. La mayoría de los criollos estaban a favor de la emancipación y, pese a su ascendencia peninsular, apoyaron a las tropas de Sucre y de Simón Bolívar.
El destino quiso que, en tierras americanas, se reencontrara con la mujer por la que tanto había suspirado el cartagenero que nunca había podido ni olvidar ni perdonar.
Isabel era una jovencita gaditana, admirada por todos los militares partidarios de la “PEPA”, la Constitución firmada el 19 de marzo de 1812. Uno de los más insistentes era Miguel Tacón, la belleza de la muchacha conmocionaba al narigudo oficial, que muy a su pesar, tuvo que renunciar a sus deseos. Ella dudaba entre otros dos jóvenes oficiales y al fin se decidió por un apuesto capitán de origen criollo llamado Cristóbal, compañero de armas, petate y victoria del tercer componente del triángulo amoroso, se trataba de otro oficial criollo: Claudio Martínez de Pinilla, conde de Villanueva. Claudio aceptó la decisión de la joven y mantuvo siempre una gran amistad con la pareja.
Terminada la locura napoleónica, Cristóbal se casó con Isabel y juntos abandonaron definitivamente la metrópoli. Se instalaron en una hacienda de Chuquisaca, una tierra rica y fértil en el Virreinato del Río de la Plata.
Cristóbal e Isabel fueron de los primeros criollos que se pusieron a las órdenes de Simón Bolívar y Antonio José de Sucre. Al principio, con la intención de obtener cierta autonomía administrativa de la metrópoli para las colonias y más tarde, viendo la imposibilidad de que Madrid cediera, apoyando incondicionalmente la independencia.
De nuevo apareció en sus vidas el despechado Miguel Tacón, que fue destinado a la zona para reprimir a los insurrectos. En uno de los combates pereció Cristóbal, abrazado a una bandera constitucional española. Tal vez recordando aquellos días de Cádiz y demostrando que las colonias luchaban contra la Corona y el despotismo metropolitano, y no contra los derechos de los ciudadanos, fuesen criollos o peninsulares. Don Miguel creyó que había llegado su oportunidad y trató de persuadir a Isabel de que su “salvación” pasaba por rendirse a sus deseos. Solamente recibió el enérgico rechazo de la joven viuda, fiel a la memoria de su esposo y a la independencia. Tacón no tuvo piedad y bajo la acusación de colaborar con los insurgentes, mandó que la azotaran. Isabel, embarazada de cinco meses, no resistió el castigo y murió atada al poste de la flagelación. Miguel Tacón sintió que algo se rompía en su interior cuando se lo comunicaron, se repitió a sí mismo que su intención era solamente la de “domesticar” a la viuda rebelde. Al inflexible y despiadado Tacón se le había partido el alma, ya nunca más la sentiría.
Enterado Claudio de la bestial venganza, escribió una carta a Tacón recriminándole su actitud, llamándole cobarde y asegurándole que si un día volvían a cruzarse sus vidas, le retaría a duelo. Las advertencias del gobierno de Madrid para ambos militares, parecían haberlos aplacado y no obstante, ambos sabían, que sólo sería una tregua obligada por las circunstancias y que, algún día, uno terminaría con el otro.
El odio entre los dos hombres se prolongó por más de dos décadas. Cuando la Junta informó a Tacón de que el trazado escogido pasaba por el Paseo Militar, que él había mandado construir apenas hacia unos meses, exclamó: “ Por mis cojones que Villanueva no tendrá su tren”. De inmediato pidió a la Junta una rectificación del trazado. Planos, memorias y escritos fueron a parar a la mesa del vengativo gobernador, explicando y sugiriendo nuevas soluciones. El día 14 de mayo, Tacón ordenó a la Comisión suspender todos los trabajos del llamado Camino de Hierro, esgrimiendo una serie de razones estratégicas sin ningún fundamento. Para complicar aún más las cosas, el día 31, Madrid nombraba a Tacón, Capitán General de la Isla. La suerte parecía estar echada para el ferrocarril.
Inmediatamente el nuevo Capitán General, se rodeó de una camarilla que representaba los intereses de intermediarios y comerciantes, apartando a los hacendados criollos de quienes desconfiaba. Solicitó al gobierno de la metrópoli la destitución de Villanueva y la incorporación a sus cargos el de presidente de la Junta. Así centralizaba todo los mecanismos de poder en la colonia. Una de sus maniobras fue la de restar los prisioneros carlistas a la fuerza obrera del ferrocarril, destinándoles a otros menesteres y en su lugar obligar a contratar a los emancipados.
Esos emancipados eran africanos capturados por patrones negreros. Si los buques esclavistas, con su tétrica carga, eran capturados por barcos ingleses (que defendían los tratados de prohibición de la trata de esclavos), la Royal Navy entregaba la “mercancía” de sus capturas a las autoridades españolas de La Habana para su custodia y cesión a contratistas, con el compromiso de formarles y a los cinco años emanciparles. Los amigos de Tacón se hicieron con estas contratas y, con el pretexto de instruirles, cobraban los esfuerzos de aquellos hombres y mujeres. Transcurridos los cinco años, pocos eran los que recuperaban su libertad y muchos los que perecían en las obras.
Mientras tanto, y a la espera del definitivo emplazamiento en La Habana, los trabajos del trayecto continuaban penosamente. Habían llegado ya a Bejucal. Se requerían esfuerzos arduos y complejos. Al paso de los hombres caían los fuertes robles blancos y las esbeltas yagrumas para abrir espacio a los caminos férreos. También caían los hombres aplastados por los materiales o lesionados por las herramientas de trabajo; las heridas se cubrían con empastes de ciguaraya y otros ungüentos, con mayor o menor éxito. La elevación del pueblo sobre La Habana era de 320 pies y la distancia de 16 millas. Era un terreno desigual, plagado de pequeñas lomas sobre las que había que construir terraplenes, incluso horadarlas. Un esfuerzo épico.
La escasez de mano de obra era uno de los grandes problemas. La llegada de jornaleros canarios palió la situación, pero el continuo goteo de deserciones, abandonos y el aumento de accidentes, muchos de ellos con víctimas mortales, motivó que los jornaleros blancos buscasen trabajos menos peligrosos. Paralelamente, se registró un notable incremento de cimarrones entre los obreros esclavos, que preferían el riesgo de la huída a seguir pereciendo en la colosal obra. Tanto, que se tomaron medidas para evitar más fugas con decretos al respecto: La Comisión de los Caminos de Hierro solicita: “… prohibir que persona alguna abrigue ni contribuya a la deserción de trabajadores isleños bajo la pena que tuviese bien establecer”.
Pese a todo, la obra continua. El puente ferroviario sobre el río Almendares es conocido por todos como “el de los rezos”. Cada noche, los esclavos santeros elevan sus plegarias a los orishas para buscar protección y cada jornada, caen más hombres al colocar alguno de los 200 pilares de cantería importados de los Estados Unidos. Como refuerzo aparecen los “irlandeses”, bajo este mote se agrupan brigadas de norteamericanos, la mayoría de ellos de origen irlandés y algunos emigrantes chinos.
A los cantos negros, se unen ahora las canciones irlandesas que rememoran otros valles y otros verdes, y los silencios místicos de los asiáticos. Hay momentos especiales durante la construcción: los obreros y esclavos se mezclan olvidando sus barreras culturales, saben que están haciendo algo muy importante y eso les une. Sólo cuando los comentarios y los cánticos ceden paso a los credos, hay una intima dispersión y en pequeños altares improvisados en la manigua, unos buscan a Buda y otros rezan al Cristo, entre ellos los irlandeses, que añoran su tierra y los carlistas, que purgan sus derrotas. Mulatos y negros bailan en honor de Ochún sincretizada con la Virgen de la Caridad del Cobre, la misma a quien oran los canarios. Los menos, observan las estrellas y piensan en un universo que no tiene fin, ausente de deidades.
Una mañana, se concluye el más bello túnel ferroviario. Es bautizado con un nombre poético, de Vento. La entrada, de estilo morisco con su pintoresca estampa de herradura, es un alarde de imaginación y artesanía. Todos, desde ingenieros hasta el último esclavo, sonríen porque están ante un “viejo” amigo, construido por ellos mismos y del que conocen palmo a palmo sus 325 pies de longitud, en el que han perdido amigos y han bañando con sudor y sangre. Pero que, gracias a todos, se ha hecho posible. No obstante, queda todavía pendiente el inicio de la línea: talleres, almacenes de depósitos y el apeadero.
Hubo que aceptar las condiciones de Tacón e instalar la terminal en Garcini, en la manzana de la calle Oquendo, entre Estrella y Maloja, con un desnivel importante que obligaba a rebajar el número de vagones que arrastraría la locomotora. Sería una “Lion” adquirida en Inglaterra. A todos los problemas que causaba la nueva ubicación, había que sumarle la desventaja evidente de la lejanía del puerto, con lo que era obligado un nuevo transporte desde el apeadero de llegada, hasta los almacenes portuarios. No obstante, Villanueva tragó saliva y aguantó el reto. Se inició la construcción de los almacenes y depósitos en la estancia “La Ciénaga”, situada en el enlace de las calzadas del Cerro y Puentes Grandes.
La Comisión envió una propuesta a Tacón con las tarifas de carga y pasaje para su aprobación. El conde de Villanueva recibió una nota en la que se le citaba en el Palacio de los Capitanes Generales: solo, se apuntaba expresamente. Llegó a la Plaza de Armas consciente de que le preparaban una trampa. Sin embargo, el proyecto no podía demorarse más, faltaban recursos económicos y la línea ferroviaria tendría ya que dar dividendos para proseguir la construcción que concluiría en Güines. Precisamente, más al sur, a partir de Bejucal, era donde estaban las haciendas y los ingenios más ricos y productivos.
Al entrar en el salón rojo del palacio, Tacón le recibió de una forma inusualmente amable. “Ahí tiene sus tarifas, Villanueva: dos pesos y cuatro reales, en primera clase; un peso y dos reales, en segunda; cinco reales en tercera. Las cajas de azúcar, seis reales; el saco de café, dos y las bestias, un peso”. Mientras Tacón iba desgranando los costes de los viajes, Claudio Martínez de Pinilla, sintió un gran alivio. Aquello era el cénit de tanto trabajo y del esfuerzo de tantos. “En menos de dos años estaremos en Güines”, profetizó en voz alta.
Miguel Tacón, sonrió o lo intentó con una extraña mueca:
-Pero usted, no lo verá. No he puesto más impedimentos para no provocar a sus amigos los hacendados. Sin embargo usted, debe aislarse del proyecto, dimitir como presidente de la Junta y retirarse a uno de esos ingenios que tanto protege. En caso contrario, eso se queda aquí -dijo señalando el aviso con las tarifas.
Villanueva trató de decir algo, pero Tacón continuaba su interminable monólogo:
-En Madrid pesarán más mis obras en la ciudad y mi control de la Isla, que un inconcluso proyecto ferroviario. Y estas son, definitivamente, mis condiciones.
El conde dio un paso atrás, pero en seguida se repuso.
-Creo que para daros por satisfecho eso no bastaría. Os propongo, la oportunidad de deshaceros definitivamente de mí. Tenemos pendiente un duelo, yo fui quién os retó… y seguro que tenéis mi carta guardada a buen recaudo para utilizarla en la Corte cuando os convenga. Por tanto, si me matáis, podéis demostrar que era por una antigua cuenta aplazada. Y así lo conseguís todo. Por otro lado, si el resultado me es favorable y os mato, ni la reina ni el gobierno, me van a perdonar el haber atentado contra tan alto representante de la Corona. Con eso obtendréis mi vida o, sencillamente, mi desgracia. Aunque sea a costa de la vuestra.
Miguel Tacón, miró con sus ojillos de odio al desafiante conde y vio los de Cristóbal, los de Isabel, los de los 77 fusilados en Chuquisaca, mientras sus mujeres le rogaban que les perdonara; eran los mismos: los de los criollos ansiosos de independizarse de la patria. “Le enviaré mis padrinos”, fue todo lo que dijo.
A la mañana siguiente el capitán general enviaba sus padrinos, José Antonio Saco y Julián de Zulueta, un ambicioso joven que se había pegado a Tacón como una lapa. El conde les esperaba sentado en el jardín de su casa canturreando la cancioncilla que los habaneros habían dedicado a su rival:
Permita Dios/ Te trague una ballena/ Por esos mares de olas infinitas/ te vaya a arrojar hecho bolitas/ a la Plaza Mayor de Cartagena.
-Caballeros… -, les dijo con una sonrisa a los recién llegados – ¿Un poco de guarapo o prefieren limonada?
Ambos rechazaron la invitación de Villanueva, tratando de poner en su cometido todo el dramatismo que el asunto requería.
– El duelo será a pistola a diez pasos y a muerte, el lugar puede elegirlo usted, al capitán general le da lo mismo…
– En la terminal de la estación -, repuso el conde.
Hubo un momento de vacilación por parte de los padrinos de Tacón.
-De acuerdo -, respondió Saco que llevaba la voz cantante -. Media hora antes del amanecer.
No era un horario equivocado, los amaneceres habaneros son rápidos, incluso violentos. La negrura más completa se ve sorprendida por el sol antillano que en dos minutos ya levanta su pompa. Por tanto era prudente iniciar los preparativos, elección de armas y puestos con presteza, para realizar los disparos apenas despuntaba el alba.
Claudio Martínez con sus padrinos Wenceslao de Villaurrutia y Antonio Escovedo, tuvieron que esperar algunos minutos antes de que apareciera Tacón con los suyos. El conde había optado como punto para el duelo, el intercambiador de la estación de Garcini, y bajo la sutil protección de la tapia que separaba las vías de los edificios de las oficinas. Antes de la elección de pistolas, duelistas y padrinos juraron no confesar a nadie lo que allí sucediera. A todos los efectos no existía aquel desafío. Llegó el doctor en un quitrín conducido por un esclavo de color, con lustrosas botas de montar y casaca roja. “Señores… “, dijo Villaurrutia abriendo la caja y ofreciendo un juego de pistolas a los contendientes. Las armas, de caoba con incrustaciones de plata, eran obra, sin duda, de un armero maestro orfebre. Villanueva sintió un escalofrío y no porque aquella noche de octubre cubano no fuese templada, recordó la pericia del capitán general muy ducho en las armas de fuego; aunque él, que había alcanzado en su día el grado de coronel, no le iba a la zaga.
Se miraron los dos hombres mientras el siseo de uno de los padrinos recordaba las reglas de aquel combate personal. Fue entonces cuando el conde miró a su rival. Estaba excesivamente envejecido para su edad, el rictus, la delgadez de su rostro y el escaso pelo restante de su antigua melena, le hacía semejar a una calavera. Villanueva se sintió más seguro y, paralelamente, su contrincante vaciló en su habitual confianza. Tacón quiso cerciorarse de que el duelo era a diez pasos, su visión no era la misma y quería asegurar. Sería el primero en tirar y tenía que dejar fuera de combate a su opositor al primer disparo, Villanueva era siete años más joven, pero además no estaba tan castigado físicamente, mantenía una apariencia atlética y sana. Se secó las manos y esperó su turno para coger una de las pistolas. El doctor carraspeó nervioso.
Ambos contendientes se situaron uno de espadas al otro, mudos y expectantes. Antonio Escovedo empezó a contar. Villanueva miró en derredor, sus ojos se posaron en las ventanas de los gabinetes de trabajo de los ingenieros Cruger y Wright, ¡quedaba tanto por hacer! Una tenue luz pareció brillar en el horizonte. Escuchó una voz que cantaba el guarismo final. Giró sobre sí mismo y quedó en posición de firmes con las solapas de su levita levantadas y la pistola en la diestra, paralela a su pierna. Exhaló el perfume de alguna orquídea salvaje, o tal vez era el recuerdo de una de ellas en el pelo de una mulata. Frente a él, su enemigo había levantado el arma formando un ángulo recto con brazo y cuerpo. Se oyó un estampido, Villanueva sintió que algo le alcanzaba la cabeza y le pareció ver una línea de sangre en el horizonte. Un ruido metálico, como el tañer de una campana, se escuchó detrás del presidente de la Junta que permanecía erguido, mientras un hilillo de sangre le descendía desde la frente camino del cuello de la camisa que pronto quedó manchada de sangre. El doctor acudió presto. “No es nada doctor, un rasguño… solo me ha rozado”. “Le toca a usted, caballero”, dijo Escovedo. Villanueva levantó el brazo, montó el percutor asesino que buscaría el camino del pistón; a su espalda un exiguo primer rayo de sol se estrelló contra la locomotora que esperaba el día de su primer viaje. Si descerrajaba la cabezota de su rival, su proyecto se retrasaría o se quedaría en la nada.
.-General, me bastaría con su palabra de no interferir más en los asuntos del ferrocarril.
Tacón, sopesó la situación. Estaba viejo, pero no cansado. Tenía todavía que dar mucha guerra. Pasaron unos interminables segundos.
-Usted gana Villanueva, me doy por satisfecho. El duelo ha terminado.
El día 19 de noviembre de aquel año de 1837 y para celebrar la onomástica de la reina-niña, la Real Junta de Fomento presidida por el conde de Villanueva inauguraba solemnemente el primer ferrocarril español, de toda Hispanoamérica y el séptimo en todo el mundo. No fue un día soleado ni tan siquiera claro, llovía desde primera hora de la mañana, pero a los miembros de la Junta les parecía el día más hermoso.
Una multitud se agolpó en el apeadero de Garcini a la espera de ver la locomotora y los carros que transportaría. Apareció el convoy y los presentes irrumpieron en vivas. La locomotora resoplaba mientras los setenta viajeros se acomodaban en sus asientos. Algunos espectadores se acercaron asombrados para ver la “Lion” que humeaba a la espera de iniciar su primer viaje. Un niño, de la mano de su madre, se acercó a la pulida máquina. “¿¡Qué bonita es, verdad mamá!?”. La madre sonrió.”Pero tiene un agujero”, dijo el niño. Efectivamente, en la flamante locomotora se podía ver la huella de una bala, que sin llegar a perforar la caldera, había dejado un visible impacto sobre la superficie. Aquel disparo fallido hubiese podido cambiar, para mal, la historia del ferrocarril.