VIENTO DEL NORTE (DÉSIRÉE)
Como un regalo de esta fecha una nueva entrega de mis relatos históricos. Esta vez, la historia de una reina que pudo ser emperatriz, pero también comerciante de Marsella y viuda de general. Con el tiempo sería la esposa de un mariscal, hermana de la reina de España y reina de Suecia y Dinamarca. Precisamente, mi heroína, es la madre de la actual dinastia sueca. ¿Cómo empezó todo? ¿Cómo sucedió?
VIENTO DEL NORTE
DÉSIRÉE
El viento del norte se recrea silbando sobre el Palacio Real de Estocolmo. Las catorce islas que engalanan como un collar de perlas la capital, ancladas entre el Lago Mälaren y el Mar Báltico, dejan que el sonido se deslice a través de sus istmos como la columna de aire que se reparte por un oboe. Así suena el viento del Mälaren, como el aliento de un oboísta tratando de interpretar una pieza de Bach o de Mozart. Es una sonoridad mordente y penetrante que sube exuberante hacia el palacio más grande de Europa, quizá del mundo. Levantado sobre el antiguo castillo de las Tres Coronas, su lado oriental se asoma al muelle que bordea el Skeppsbron, el puente de los barcos. Desde la llamada fachada de la reina, Eugénie Bernardine Désirée Clary se asoma a una de las ventanas de la real cámara; aquel muelle le recuerda al de Marsella, aunque nada tienen que ver el uno con el otro, el Mediterráneo y el Báltico están tan alejados como el sonido del oboe comparado con el de la flauta, tampoco se parece el ordenado y pequeño Jardín del Lince (Logården) que deleita las alas sureste y noreste de Stockholms slott, con el Jardín de Colline Puget, mandado construir por su antiguo pretendiente, el cuñado de su hermana Julia, entonces Cónsul Vitalicio de Francia. Sin embargo, el paisaje de los muelles se le antoja semejante al puerto marsellés. Está sola, sola con sus pensamientos, tratando de recuperar una historia que parece haber transcurrido hace cientos de años y que, no obstante aun está viva en toda Europa.
Corría el año 1792, Désirée era una bella joven de quince años que, acompañada de su hermana, repartía las sedas que comerciaba su padre a la flamante nueva alta sociedad surgida de la Revolución y los rescoldos de la aristocracia de siempre, amenazada ahora por los nuevos acontecimientos. Aquel día de junio las calles de Marsella bullían de entusiasmo, la guerra contra Austria era inminente. El oficial médico François Mireur, andaba enardeciendo a los voluntarios que traía de Montpellier y a los reclutados en Marsella para llegar a París y engrosar las fuerzas revolucionarias. Antes de la partida había enseñado a sus hombres un nuevo himno compuesto por un oficial amigo, el capitán Rouget de Lislke, el “Chant de guerre aux armées des frontières” caló inmediatamente en la tropa. Los soldados llenaron con la melodía las calles de la ciudad y los oídos de todos los marselleses, incluidas las dos jovencitas. Desfilan, sin demasiada marcialidad, cientos de campesinos, artesanos y antiguos criados de viejos aristócratas aterrados; al frente de aquella masa abigarrada van algunos oficiales recién salidos de las academias militares, fieles al cambio social y a los derechos de los ciudadanos. Uno de los capitanes cruza su mirada con Désirée, es un hombretón treintañero de perfil griego, pelo ensortijado y mirada inquietante, casi feroz, como repiten en la canción los “feroces soldados”. Su aspecto asusta un poco a la joven que siente como un aire frio le azota el rostro, es el Mistral Blanco, un viento atlántico del norte, que en verano penetra como frente frío sobre el Mediterráneo y se abate sobre el Golfo de León. Desde su montura el aguerrido capitán saluda a la muchacha con su birrete y se aleja entre los ecos de las canciones de la tropa. Désirée no devuelve el saludo al soldado, está paralizada por la emoción del momento, no atina a suponer el porqué de aquella sensación. Un perfume de violetas proveniente de algún jardín cercano suaviza los efluvios del paso de la tropa.
Dos años después, la Revolución ha triunfado y el nuevo orden impera en Francia. El rey Luis y la reina María Antonieta han perdido el trono y sus cabezas. En París, Robespierre impone un reinado de terror y sangre, levantando pendones sangrientos, como en aquel himno de los voluntarios marselleses que ahora es el canto de guerra de Francia. Marsella entera es un hervidero de marineros, proxenetas, mercaderes, aventureros y ladronzuelos que pululan por sus calles, embarcaderos y tabernas. Pero los más numerosos son los miles de militares de paso a los distintos frentes que tiene abiertos la nueva República. Los oficiales más ambiciosos tratan de acercarse con mayor o menor suerte a los mandatarios revolucionarios para medrar en el Directorio de París.
Un par de estos arribistas eran los hermanos Buonaparte, nacidos en Ajaccio en la isla de Córcega, comprada por Francia a la República de Génova en 1768. La madre de ambos, María Letizia Ramolino, había imaginado un espléndido futuro para sus ocho hijos, ni más ni menos que abogados, comerciantes, oficiales del ejército, ¡incluso alcaldes! Ella era de la nobleza corsa y no quería aspirar a menos. Los dos hermanos, sobre todo Napoleone, héroe del asedio a Tolón, despuntan ya en su carrera militar y pasean sus uniformes, sus galones, y algún piojo cuartelero por las empedradas calles de la ciudad portuaria. La oligarquía marsellesa se auto agasaja para demostrarse a ellos mismos que son la nueva aristocracia surgida de la incipiente República, aunque se nombren como ciudadanos. Uno de ellos es monsieur François Clary, comerciante en sedas que empieza a tener una más que considerable fortuna y magníficas relaciones.
En ese ambiente mundano y turbulento, los dos hermanos Bounaparte tratan de buscar un lugar en el sol republicano, disimulando su mediana estatura y repitiéndose a sí mismos que los hombres son grandes no por la distancia que les separa del suelo sino por la que les acerca a la gloria. Una prueba de ese adagio es el paradigma de la nueva casta política revolucionaria, antiguos panaderos, zapateros, maestros de esgrima, filósofos y mediocres poetas, ocuparan, pronto, puestos de responsabilidad política en la Convención de la nueva Constitución que andan pergeñando en París. La familia Bounaparte vive en Marsella, – también el inquieto Napoleone cuando las campañas y los destinos militares se lo permiten – son otros seis hermanos y hermanas y la madre Letizia, viuda desde hace apenas nueve años de Carlo Bounaparte, antiguo representante de Córcega en la finiquitada corte del ajusticiado Luis XVI. Fue, el tal Carlo, abogado por Roma, político corso y reincidente putañero asiduo a todos los burdeles de Ajaccio y de Marsella; en la ciudad que le vio morir, había tenido la más famosa de sus amantes, Maríe Molliére, una cortesana de rompe y rasga, predecesora en su alegre concupiscencia con la más tarde no menos célebre Madelón, la de los batallones. Todo eso no había sido impedimento para que el bueno de Carlo hubiese tenido, en veinte años de matrimonio, doce hijos con su esposa Letizia, que había parido al primero de sus retoños antes de cumplir 15 años.
La madre de los Bounaparte tiene ahora 44 años y ocho hijos vivos. Todavía es muy bella y trata de hacerse notar en los ambientes públicos y en las fiestas. Una soirée acude a casa de los Clary en la rue Procéens, una lujosa mansión, desde cuyos jardines se domina el puerto. El salón de baile está abarrotado de gentes que quieren codearse con la créeme de la créeme de la sociedad marsellesa, todavía ignoran que, el próximo paso revolucionario, la acción termidoriana, pende ya como una espada de Damocles sobre la cabeza de Robespierre. Tal vez por eso, por esa intuición de que todo puede cambiar de improviso, las parejas giran alegremente bajo la luz de la araña del salón y bajo las sombras de las pasiones no confesables escondidas en las miradas o en los gestos. François Clary descubre la belleza helénica del rostro de Letizia y ella descubre en él un rendido admirador y una posible solución a los problemas crematísticos de su familia, pese al reciente ascenso de Napoleone a general. La cama y la bolsa de François regalan sueños a la matriarca de los Bounaparte.
A partir de aquella noche, no dejan de verse y el cabeza de los Clary insiste para que su amante traiga a sus hijos José y a Napoleone al próximo baile. Nadie podía imaginar lo que aquella noche sucedería y es que los finales de primavera en el Mediterráneo, cuando ya han despuntado flores y trigales y las noches se llenan de encanto, todo puede suceder. El caso es que los dos hermanos se sienten atraídos por las hermanas Clary y ellas por los uniformes y la energía de los hermanos corsos. Aquella noche bailan y bailan y se dicen cosas que la Historia no recoge, porque son parte de la historia de cada uno. Sin embargo, la noche termina pronto para la pareja del general Napoleone y la pequeña de los Clary. Un correo de París firmado por Agustín Robespierre, hermano del líder del Comité de Salvación Pública, con un aparatoso “Secret” en letras rojas sobre el sobre, hace que Napoleone abandone precipitadamente la fiesta: “Me voy a Génova”, dice por todo comentario a la desconsolada Désirée. Desde el otro lado del salón José contempla la escena sin soltar la cintura de Julia. La joven se asoma para ver como se aleja su apuesto general, el viento le azota la cara, como tratando de que despierte de un sueño, es un corriente que los romanos bautizaron como transmontanus-i, (de más allá de las montañas), viene del Norte, y no sabe porqué, pero viendo partir a su general a recordado a un capitán de pelo ensortijado sobre un caballo tordo.
Han pasado unos meses y la mansión de los Clary es un caos. Hay que preparar una boda por todo lo alto, la primogénita Julia se casa con el apuesto José Bounaparte, la fecha fijada es el primero de agosto, el hecho de que la semana anterior en París haya habido un golpe de Estado contra Robespierre y que la cabeza del “Incorruptible” pruebe de su propia medicina cercenada por la guillotina, no retrasará la ceremonia. Mientras madre e hija dan órdenes a los sirvientes y no pueden ocultar su emoción, el padre anda deshaciéndose en arrumacos con la que será su consuegra, refugiándose entre cortinajes de seda y arremangando faldas del mismo satén. La fiesta de esponsales se celebra en Cuges les Pins, un precioso paraje en las Bocas del Ródano, en la ruta que conduce a Cannes. Sólo hay una ausencia en la espléndida celebración, el general de brigada Napoleone no llegará a tiempo desde su destino de Génova. Désirée mira con una sana envidia a su hermana que baila con su marido, “Parece una reina”, piensa.
Cuando Napoleone llega a Marsella, lo primero que hace es dirigirse al hogar de los Clary, quiere felicitar a los recién casados, pero también ansía reencontrarse con Désirée. Él llega con su banda de general y su casaca llena del polvo por la cabalgada y ella siente que su corazón será para siempre del aguerrido oficial. Pero el destino, en ocasiones, es más terreno que celestial y antes de que acabe de presentar sus respetos, el joven general, es arrestado por la guardia revolucionaria; su amistad con el hermano de Robespierre le ha perdido y le encierran en la fortaleza del Carré, en Antibes. No obstante, ya nada puede parar la carrera del que será amo de Europa, a los quince días es liberado por falta de pruebas.
Y ya nada puede detener al amor, Désirée recibe, cada vez más a menudo, las visitas del futuro Gran Corso. El día de su decimoséptimo cumpleaños, los arrumacos y las caricias de las semanas anteriores dan paso a un torbellino de sentimientos y deseos, en la alcoba de invitados destinada a Napoleone; siente que sus sienes arden y toma la iniciativa ante una extraña pasividad del general. Despojado de su atuendo militar, con la camisa abierta y los calzones tobilleros remendados, la pequeña Clary siente ganas de reír. Él parece más bajo que de costumbre, su mano derecha no sabe lo que hacer fuera del habitual refugio de su guerrera, ella la coge con suavidad y la deposita en uno de sus senos: “Es una colina que debéis conquistar, Sire”, le dice. Como buen general y para evitar emboscadas, se anima a tomar la segunda colina y, sorteando el promontorio del obligo, el puesto de mando. A partir de aquella incruenta batalla, las visitas a casa de su novia y de sus hermanos serán muy venturosas.
Pero la tranquilidad está reñida con el carácter ambicioso y aventurero del “petit caporal”, como le llaman los soldados a sus órdenes, decide marchar a París y ser parte de los acontecimientos que se avecinan con la formación del Directorio. Antes rinde visita al hogar de los Clary acompañado de mamá Letizia para pedir la mano de su amada a papá François quien, a regañadientes, le acepta como futuro yerno, ni tan siquiera la tibieza de la primavera marsellesa de aquel 1795 atenúa el desasosiego de la madre de Désirée, que mantiene que con un Bounaparte en la familia ya tenían bastante.
El joven general llegó al París de la Convención dejando a Désirée con la promesa de un pronto matrimonio. La capital olía a pólvora y a venganza, que es el olor de la sangre seca, vertida abundante e innecesariamente por el terror que acostumbran a ejercer los dictadores sobre sus pueblos. Pero además, el aire estaba impregnado de un tufillo casi masticable, de coles, nabos y patatas hervidas; de pestilentes cloacas, cansadas de tragar plasma; de carnes de matadero pudriéndose al sol; de pescado pasado que hubiese hecho suicidarse de nuevo a François Vatel. Pero sobre todo de incertidumbre, había pasado el miedo y ahora surgían las dudas y la bancarrota del aparato del Estado: ¿Hacia dónde se encaminaba la nueva Constitución? La Convención Nacional acogió al joven general sospechando que podría ser útil en aquellos momentos de desconcierto. Y no se equivocaban.
En agosto se aprobó la nueva Constitución que refrendaba los Derechos del Ciudadano y el Culto a la Razón. La nueva legislación confería el poder ejecutivo a un Directorio de cinco miembros. El poder legislativo sería ejercido por una asamblea bicameral, compuesta por el Consejo de Ancianos de 250 miembros y el Consejo de los Quinientos, representando a todas las provincias y territorios. Los decretos promulgados por la Convención para impedir que en los Consejos se colasen jacobinos y monárquicos, fue la espoleta que levantó a todos los opositores contra el ejecutivo. La Convención recurrió al general Napoleone nombrándole jefe militar de los ejércitos revolucionarios. El corso se sintió crecer, tenía veintiséis años y ya se creía un dios mitológico.
El 3 de octubre amaneció un poco encapotado. El silencio era tan notorio que nadie osaba violarlo, de pronto se escucharon redobles de pisadas sobre los adoquines; primero, como un goteo lejano mezclado con inaudibles siseos; luego como sonoros y pantagruélicos pasos haciéndose eco entre el estruendoso coro de los gritos de cientos de gargantas. Desde las calles adyacentes, ríos de hombres armados se disponían para asaltar el Palacio de las Tullerías. El flamante jefe de los ejércitos revolucionarios se hizo, gracias al apoyo de otro joven oficial llamado Joaquín Murat, con algunas piezas artilleras, situándolas estratégicamente batiendo desde todos los flacos a los asaltantes. La primera andanada causó desconcierto; la segunda, muerte y la tercera, pavor. Luego, desolación y lamentos; al fin, de nuevo el silencio.
Aquella victoria confirmaba sus sueños de grandeza y le encaminaba hacia un destino que ni él mismo había imaginado. Napoleone Bounaparte se convirtió en Napoleón Bonaparte y en el militar de confianza de Paul Barras, la Convención se consolidó y su hermano José fue nombrado representante de Córcega en el Consejo de los Quinientos. Tanta buena noticia, hacía saltar de alegría a la pequeña Désirée que se imaginaba como la esposa de un brillante general. No obstante, la suerte no estaba echada todavía.
El naciente año empezaba con grandes perspectivas para Napoleón. Su triunfo sobre los insurgentes le abrió las puertas de los mejores salones de París y la colcha de una criolla de la Martinica francesa, que había sido amante de Barras. Josefina Beauharnis era una bella e inteligente mujer, pero sobre todo una superviviente. Josefina no es demasiado alta, pero sí esbelta, de rítmicos andares y elegancia innata que destacan su figura. En su rostro se acentúa la tez morena, sin llegar a ser mulata, y un sedoso pelo castaño con una inclinación natural a formar bucles. Sus pupilas pintan marrón claro que, en sus circunferencias más exteriores, toman un tono verde; la nariz es pequeña y armoniosa. Napoleón la considera la mujer más guapa de cuantas ha visto y enloquece cuando ella le dice en voz baja con encantadora entonación: Je t’aime. Así fue como el “petit caporal” cortó con la benjamina de los Clark y se casó con Josefina el 9 de marzo. Dos días después se marchaba al frente de la tropa revolucionaria a la guerra de Italia y su amante esposa le abría su colcha a un teniente de húsares de largas piernas llamado Hippolyte Charles. En Marsella había un corazón herido.
Pero Eros que acostumbra a herir, pero pocas veces a matar, se apiadó de Désirée. Fue a los pocos meses de la boda de Napoleón y, cosas de la vida, con otro general de la Convención, Léonard Duphot. Había nacido en Lyon, ingresó como soldado y ya había alcanzado el rango de general a los 26. Desde septiembre está al mando de la división Augereau, luchando contra los austriacos en Italia y al ser destinado Génova para organizar un contingente de tropas de Liguria, va a presentar sus respetos a José Bonaparte, recién nombrado canciller de Francia en Roma y allí conoce a nuestra dama. Ella vuelve a enamorarse, o así lo cree, del porte distinguido del caballero y poco le importa que la nariz de su amado sea un apéndice carnoso y exuberante, que cabalga sobre las delgadas líneas rojas de unos labios demasiado estrechos para soportar el más mínimo mostacho sin quedar virtualmente desaparecidos. Se comprometen rápidamente porque Léonard marchará pronto a Italia con el nuevo embajador y su esposa. Al fin, deciden viajar a la capital Vaticana los cuatro y celebrar la boda en Roma, tal vez el Papa acceda a casarles. Sin embargo Pio VI era un antirrevolucionario convencido, jesuita y de familia noble pero arruinada, un enemigo total de la nueva Francia y pone cuanto está en su mano para abortar al nuevo régimen.
El nuevo embajador llega a Roma el 31 de agosto del 1797 y se instala con Julia en el palacio Corsini en pleno Trastévere, concretamente en la vía della Lungara, la villa disfruta de un espléndido jardín con mucha historia. El edificio había sido la residencia de Cristina de Suecia durante treinta años, después de su abdicación en 1659 al abrazar la religión católica Y, precisamente, la antigua habitación de la monarca, en el ala Norte, es la que ocupa Désirée en aquellos meses romanos sin saber que hay un halo premonitorio en todo aquello. El palacio se convierte pronto en el lugar de reunión de los revolucionarios italianos, un centro de propaganda y en el cuartel general de los que quieren terminar con el gobierno pontificio de la ciudad. El Papa quiere evitarlo y requiere a la esposa de su sobrino, la inquieta Costanza Braschi Falconieri, para que prepare, en la jornada de la presentación de credenciales de José, una fiesta en el palacio en honor Julia Clary. Todo el esplendor de la nueva aristocracia francesa, los jacobinos romanos y la vieja curia italiana, se dan cita en los jardines de Corsini la noche del 28 de septiembre. Fluyen las reservas que unos tienen con los otros y se mezclan veladas amenazas en las conversaciones, aunque con hipócrita prudencia y sutil diplomacia. Equivocadamente, el Sumo Pontífice ve en los franceses demasiadas debilidades para considerarlos enemigos de peso y a partir de aquella noche prepara un golpe contra sus opositores jacobinos.
Ajena a todo esto, Désirée vuelve a ser feliz organizando su boda para el día 29 de diciembre y dejándose llevar por su hermana Julia y por Constanza Brashi que le ayudan a escoger el vestido y las joyas que llevará al altar. Se acerca la fecha y los preparativos del enlace se aceleran. La víspera de la boda el enamorado rinde visita a la cámara de la que será su mujer, está impaciente por tenerla entre los brazos en aquel lecho donde una reina de Suecia había dormido y soñado. Las caricias cesan al escuchar un tiroteo en el exterior del palacio. Ambos prometidos se asoman: las tropas pontificias están repeliendo un contraataque de los jacobinos y se refugian intencionadamente y provocativamente en el jardín de la cancillería francesa, violando la extraterritorialidad de la embajada. José, Léonard y la guardia repelen la “invasión” de los pontificios y les obligan a retirarse por la Porta Settimania. Désirée lo contempla todo desde su ventana, el suave clima del invierno romano se ha endurecido con un viento procedente de los Alpes nevados. Fuera renace la calma y los futuros cuñados celebran su “victoria” con un coñac. Al retirarse, Léonard entra en la mansión eufórico por el lance, la bebida y la ilusión del día siguiente. Un machete le atraviesa desde la espalda el corazón; con la sorpresa pintada en el rostro cae de bruces y su gruesa nariz se estrella contra el suelo. No saben exactamente quién es el culpable, José pide una explicación al cardenal Doria, Secretario de Estado. Nadie responde a la demanda del embajador francés. Al día siguiente abandonan Roma con el cadáver de Duphot. Aquello trae las más terribles consecuencias para el Papa, la ciudad eterna será pronto ocupada por el ejército francés y Pio VI deportado a Francia donde morirá. Napoleón vengaría a Duphot, pero no es ningún consuelo para la joven, que vuelve a quedarse sola.
Désirée regresa a Marsella, pese tener sólo veinte años se siente mayor, viuda y la novia eterna de los vientos del Norte que derriban sus proyectos como si de una baraja de naipes se tratara. Por eso acepta el ofrecimiento de Julia de irse a vivir con ellos a París, donde residirán los Bonaparte. La llegada a la capital confirma todas las expectativas de la joven marsellesa, su ex prometido, Napoleón, es ya una héroe por sus continúas victorias en Italia y su cuñado empieza a tener grandes responsabilidades dentro de la Convención, ya es secretario del Consejo de los Quinientos y en un par de años será nombrado Ministro Plenipotenciario. Las fiestas y las reuniones sociales son espléndidas en la villa de los Bonaparte.
En la residencia de Julia y José Bonaparte se disponen a celebrar los triunfos de Napoleón en Italia y el veintiún cumpleaños de Désirée. El gran salón de baile abre sus cristaleras, mostrando un París que se recupera de su pasado jacobino dando descanso a madame Guillotine y organizando nuevas campañas que consoliden al Directorio. Un viento frio procedente del Mar del Norte azota la noche parisina; no obstante, los fuegos de las chimeneas y las luces de los candelabros hacen más acogedora la fiesta de aniversario. Un joven alto, de pelo ensortijado y mirada casi feroz, se acerca resuelto hacia la homenajeada. El apuesto oficial ofrece su brazo a la damita que se muestra turbada, pero notablemente excitada por la arrogancia del general Jean-Baptiste Bernadotte. A pesar de su actual graduación sus compañeros y subordinados siguen llamándole, sargento “Hermosa Pierna”, el tratamiento era normal si consideramos que, muchos de ellos, habían visto a Jean- Batiste ingresar en el ejército como simple soldado, cuando apenas tenía 17 años.
Las parejas giran y giran. En mitad del salón de baile, el sargento “hermosa pierna” conduce con soltura a la dama agasajada. Él le cuenta su actual destino a las órdenes de Napoleón en Italia, ella le habla sobre las cosas mundanas de París. No le dice que ya le vio un día a lomos de su caballo, cuando era un simple capitán, en su natal Marsella y que su corazón de adolescente estalló de emoción al ver sus largas y bien formadas piernas sujetando a su montura; se limita a mirarle y a escrutar su bruñido rostro. Y empieza una historia que terminara nueve meses después, en boda. Fue aquella misma noche, entre cortinajes de seda cuando él la besó por vez primera. Fuera, el noviembre parisino era azotado por un viento frio, viento del Norte.
El noviazgo colma de felicidad a Désirée, pero el nombramiento del bravo general como embajador en Viena puede alejarlos y retrasar sus planes de boda. La noche de la despedida Jean Baptiste le pide compartir lecho, lo hace con una exposición serena, como si expusiera uno de los legajos jurídicos que oía a su padre, cuando él era niño, en Pau. Ella le mira a los ojos, tal vez la parte menos bella del rostro del general, demasiado juntos para ser atractivos; sin embargo los ella son grandes, expresivos y sensuales y en el pardo de sus pupilas él ve amor y deseo. El beso une la promesa de regresar pronto y hacerla su esposa, no sabe cuánto de verdad esconde su juramento, su ausencia será breve, muy breve. Aquella noche se entregan sin reservas, ella rememorando su sueño de adolescente en las calles de su ciudad, escuchando un himno nuevo y un despertar en su interior; él, abrazado a una bella mujer, envuelto en la clarividencia de que puede hacerle feliz. En mitad de aquel escarceo, la luna, presta uno de sus rayos a la pareja. El ascua de Selene se estrella en la piel del general. Désirée puede leer con claridad el tatuaje que lleva a perpetuidad su amado: “Muerte a los reyes”, reza el grabado. Ella sonríe, su amante es un convencido revolucionario.
El nuevo embajador de Francia llega a Viena cargado de ideas republicanas, la corte de Francisco I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, era un cúmulo de despropósitos. El emperador era un absolutista convencido y contra revolucionario y no obstante, trataba de mantener un equilibrio con Francia, después de ser vapuleado su ejército y haber tenido que hacer concesiones territoriales a sus poderosos vecinos. Con el tiempo, pasados algunos años y muchas vicisitudes, no sólo sería aliado de Napoleón, también su suegro, para, posteriormente, volver a convertirse en su enemigo. En el momento de la llegada del nuevo embajador las cosas estaban más que delicadas entre las dos naciones. Lo primero que hizo el gallardo general fue mandar izar la bandera tricolor de la Francia revolucionaria en el edificio de la cancillería con el consiguiente escándalo en la reaccionaria corte vienesa y con el resultado de la llamada urgente a París del canciller. Aquella era la oportunidad esperada para la pareja. Un radiante 17 de agosto, en la comuna de Sceaux, cerca de París, se celebran los esponsales.
Apenas dos meses después de la boda, Désirée es presa de una suave melancolía que no le roba ni las ganas de vivir ni las de descubrir cada alba el tatuaje revolucionario en el cuerpo de su amado. El aire del invierno vienés juega con los cabellos de la joven embarazada, mientras ella se siente la mujer más dichosa del mundo. Jean-Baptiste observa como su esposa se acaricia aquel vientre cargado de fecunda promesa y cree que ha llegado el momento de olvidarse de la carrera de las armas; sin embargo, la misión diplomática no es la habilidad más destacable de Bernadotte y el Directorio le pide que regrese para nombrarle ministro de la Guerra. Aquel julio será ministro y padre. Tendrá mucho más éxito en su faceta de progenitor que en la de ministro, puesto que en septiembre le cesan, Aquellos dos meses han bastado para que deje su impronta en la organización del ejército francés, pero también han influido en su personalidad y se repite a sí mismo que hay que desconfiar mucho de la política y los políticos.
Los nuevos destinos de Bernadotte le llevan a los campos de batalla. En la campaña de Polonia repliega magistralmente a las fuerzas francesas ante los ejércitos rusos en Benningsen. El frente queda así despejado para que Napoleón pueda vencer en Eylau. Éste empieza a ser el destino de ambos generales, el primero haciendo la parte menos brillante de las campañas y el segundo, coronándose como el mejor e invicto estratega. Aquel, tratando con caballerosidad a los prisioneros y a los habitantes de las ciudades conquistadas, Bonaparte imponiendo sus intereses y su megalomanía. El mariscal Bernadotte regresa en invierno a su castillo de La Grange, en la localidad de Savigny, allí le esperan tres destinos: Désirée, su hijo Óscar y un helado viento del Norte.
Mientras tanto le “petit caporal”, ve cumplidos todos sus sueños. Pronto será el amo de Europa y emperador del imperio francés. Desde Francia a Egipto, desde Rusia a España, todas las naciones, sabrán de su valor y todos los niños conocerán su nombre. Los Bonaparte pasaran a ser parte de las grandes dinastías europeas y se sentarán en tronos de antiguo linaje. Su habilidad, inteligencia y sus ansias de poder, tejen y destejen los destinos de las naciones, mientras delimita las fronteras a su antojo; y nadie parece poder detenerle.
Pero el viento del Norte es portador de la más extraña de las situaciones. Apenas se inicia 1809 el mariscal Bernadotte recibe el encargo de detener al ejército sueco en Lübeck. Consecuente con su forma de actuar vence a los suecos, pero es extremadamente generoso en el trato a los soldados y oficiales derrotados. Tanto, que detiene el avance francés al tener noticias de un golpe de estado de los generales suecos Adlersparre y Adlercreutz, alzados en armas contra su rey Gustavo IV, hartos de su estúpido belicismo que ha conducido al país a la derrota y a la desgracia.
El rey es apresado, obligado a abdicar y a marchar al exilio. La regencia será asumida provisionalmente por el tío de Gustavo; un abuelete simpático, despistado y extremadamente timorato que firmará la paz con Francia y aceptará el mermado trono de Suecia con el nombre de Carlos XIII. El nuevo monarca no tiene descendencia; su otro hermano, el más temible solterón y borrachín de Europa, había fallecido hacía cerca de cuatro años, imaginado que en su alcoba volaban cisnes y paseaban caballos trotones de colores pintorescos, jamás supo que sus visiones eran fruto del delirium tremens. La otra hermana, la princesa Sofía Albertina es otra solterona que se pasa el día escuchando ópera pero sin oírla, porque está más sorda que las tapias del Palacio Real de Estocolmo. En este estado de cosas era urgente encontrar un heredero para la corona. Sorprendentemente surge el nombre de Bernadotte, primero parece una idea descabellada; sin embargo, el pueblo sueco, aplaude su candidatura recordando su caballeroso comportamiento. No obstante, presionado por ciertos círculos, Carlos XIII decide adoptar al príncipe danés Cristián Augusto y nombrarle su sucesor. Con el nombre de Carlos Augusto el nuevo heredero se traslada a Estocolmo.
Aquí la historia se torna aún más oscura. Hans Axel de Fersen, antiguo amante de María Antonieta, consumado conspirador y que ahora es gran mariscal del reino, quiere llegar a la cumbre de su dilatada carrera política, supone que si se quita de en medio a Carlos Augusto y dado el delicado estado de salud del rey Carlos, él puede tener alguna posibilidad. Como en las mejores obras shakesperianas, envenena al príncipe. Pero la cosa no puede salirle peor, el 20 de junio y como ksmarskalk, – gran mariscal del Reino -, el astuto Fersen es el encargado de escoltar el féretro del príncipe, acompañado de una escolta de la guardia real. La muchedumbre que contempla la llegada del difunto se muestra recelosa con Fersen, que saluda como si fuese el propio rey; la multitud, indignada, se abalanza contra él y es lapidado y pisoteado en presencia de los guardias reales que nada hacen por evitarlo.
Y de nuevo surge la idea de proponer a Bernadotte que acepte la adopción y la heredad del trono sueco. Los Estado Generales ratifican la voluntad de su septuagenario monarca y lo comunican a la embajada sueca en París. Cuando el canciller llega a La Grange, Jean Baptiste y Désirée no salen de su asombro: ¡príncipes de Suecia! La marsellesa está impresionada, claro que su propia hermana es ya reina consorte de España, aunque sin mover el trasero de París; ni conoce ni conocerá nunca el territorio español. Sin embargo, Désirée, nunca pensó, ni remotamente, en una situación así. En noviembre Bernadotte partía para su nueva patria.
La perspectiva de abandonar el brillante París imperial y trasladarse para siembre a las frías tierras de la lejana Suecia, no era del gusto de nuestra protagonista. La corte napoleónica, las fiestas en los palacios de la nueva aristocracia, los dimes y diretes de una capital que se sentía el centro del mundo, parecían no tener parangón. Mientras tanto el Gran Corso se había divorciado de Josefina, una pequeña venganza para Désirée, que sabía que la de Beauharnais había sido la culpable de su ruptura con Napoleón. El emperador tenía ya descendencia de su amante polaca María Walewska, pero él quería un heredero legítimo para el imperio. En enero de 1810 Napoleón contraía nuevo matrimonio con la archiduquesa María Luisa de Austria y en marzo del año siguiente nacía el rey de Roma, Napoleón II. Paradójicamente aquel hecho que era el sumun de los deseos del corso iniciaba su imparable declive.
Corre el año 1813, las alianzas europeas cercan al imperio francés. La retirada de un desolado Moscú y la derrota con las nieves rusas de la Grande Armèe en noviembre del año anterior, son el principio del fin. Austria y Suecia toman partido por la coalición, las tropas suecas serán mandadas por un mariscal napoleónico, ahora heredero del trono sueco, Jean Baptiste Bernadotte. Cerca de 191.000 franceses y polacos se enfrentaran a más de 300.000 aliados de Rusia, Prusia, Austria y Suecia, el lugar, los arrabales y suburbios de la ciudad de Liepzing en Sajonia. La madrugada de 18 de octubre, las posiciones de ambos ejércitos se ven barridas por un viento procedente del norte, como si de una señal se tratara las tropas de la coalición avanzan sobre las posiciones francesas. Bernadotte se protege un bosque frente al paraje de Schönefeld, a unos centenares de metros al este de Liepzing, el que fuera su general en jefe ésta en una pequeña colina al sur rodeado de su plana mayor. Los ataques y contraataques se repiten a lo largo de nueve horas en la que ambos ejércitos tendrán más de 100.000 bajas entre muertos y heridos. La líneas imperiales aguantan durante todo el día, pero al fin se retiran, dejando en poder de los vencedores cañones, pertrechos y cerca de 30.000 prisioneros. La llamada “Batalla de las Naciones”, es la mayor derrota napoleónica. El emperador se retira hacia París.
Nada se puede hacer para salvar el imperio, las tropas de la coalición se acercan a París. Julia ha ido a visitar a su hermana, José ha tenido que abandonar el trono español en junio y los sueños de una dinastía bonapartista en España se han esfumado. Ahora la pequeña Désirée es la princesa de las tierras, heladas; la esposa del fundador de la nueva dinastía de la corona sueca. Ambas partirán para Estocolmo en cuanto se inicie el año. París está amenazado, pero ella es la esposa de uno de los reyes sitiadores. Antes de partir, un desmejorado Napoleón va a visitarla. Está agotado de tantas luchas, su estatura parece haber mermado, sus hombros se inclinan hacia adelante y su mano temblorosa se esconde bajo la charretera; tan solo su mirada altiva y profunda recuerda al emperador de Europa: -Madame, -le dice a Désirée -, vais a tener el privilegio de ser mi embajadora. Os ruego en nombre de nuestro antiguo amor y la amistad que me unió con vuestro esposo, expongáis a Jean Baptiste mi deseo de que no se vierta más sangre. Si es necesario abdicaré.
-Sire, lo hare gustosa en nombre de las naciones que ambos representamos. Aquel amor de Marsella ya es sólo un recuerdo, en aquel momento hiciste mi vida miserable pero soy lo bastante débil para perdonarte. Llevaré tu mensaje a la coalición.
Désirée mira a su interlocutor, sabe que sólo trata de ganar tiempo y de encontrar una salida honorable. Pero la suerte está echada para el imperio. Napoleón gira sobre sí mismo y se aleja, sin mirar atrás. Un frio viento procedente del norte se cuela por el portalón de Palacio cuando el que fuera dueño de Europa se aleja. A la mañana siguiente Désirée parte de París con el mensaje del todavía emperador, camino de su nuevo hogar en el palacio de Estocolmo, que la espera reflejando sus torres en las heladas aguas del lago Mälaren. Lleva de su mano a Óscar, que reinará algún día en el trono de los Bernadotte, sólo el día de la muerte de su padre sabrá que llevaba en la piel tatuada una maldición contra las monarquías. La joven marsellesa de los días de la Revolución, será la reina madre de la dinastía real de Suecia. Los vientos del Norte trasmiten los cánticos de los Vanires escandinavos en honor a su nueva soberana.
Aniversario de la proclamación de la República
A la espera de un futuro mejor: ¡Viva la III República Española!
[Arriba]PÁGINA DE MI AMIGO EMILIO GASTÓN
Emilio ha tenido la feliz idea de hacer una página. Sé que Carmen, su pareja, habrá tenido mucho que ver en ello. Os recomiendo la página a tod@s los nubepensadores.
http://emiliogastonubepensador.blogspot.com/2011/03/noticias.html