EULALIA DE BORBÓN
Hace poco más de medio siglo falleció en Irún de S.A.R la Infanta Eulalia de Borbón. Alguien de quien vale la pena escribir puesto que fue una mujer avanzada a su tiempo, convencida de la igualdad de derechos entre ambos sexos, defensora del divorcio, de la emancipación y de la participación de las féminas en todos los aspectos de la vida pública y social. Su paso por la historia no está marcado sólo por su apellido, su ascendencia o sus blasones; su ciclo vital cargado de aciertos, errores y contradicciones – como los de cualquier ser humano – , destaca por un adjetivo que lo resume todo: rebeldía. En sus escritos, de los que luego les hablaré, deja constancia de sus inquietudes y pensamientos, basados en la búsqueda de la “Mujer” con mayúsculas que toda mujer lleva dentro. Si añadimos que esta rebeldía se produce dentro de una familia genéticamente conservadora y dentro del marco hipócrita y decimonono del siglo XIX, la postura de nuestra infanta es doblemente meritoria.
Se han escrito varias biografías y contra- biografías de la infanta Eulalia. La primera, y en la que se basan todas las demás, está firmada por ella misma y la publicó en el año de su fallecimiento la Editorial Juventud de Barcelona. La obra en cuestión fue fruto de las conversaciones que manutuvo con el periodista y escritor cubano Alberto Lamar Schweyer y está llena de errores garrafales puesto que fueron “dictadas” cuando la infanta tenía más de setenta años. La última de estas biografías, aparecida hace unos meses, no deja de ser tan interesante como las demás, aunque, como en todas, el autor se obliga a tomar el camino de la especulación por falta de pruebas concluyentes sobre ciertos aspectos de la vida íntima de Eulalia.
Pero todos los biógrafos e historiadores que nos hablan sobre Eulalia están de acuerdo en sus méritos personales, en su amor a la vida…y con la existencia de numerosos amantes. Tales cualidades la hacen merecedora de ser conocida y admirada.
Su Alteza Real la Infanta Eulalia de Borbón nació en el Palacio Real de Madrid a las cuatro menos cuarto de la madrugada del 12 de febrero de 1864, después de un alumbramiento lento y laborioso – la reina se había puesto de parto a las ocho de la noche del día anterior- los médicos temieron por la vida de la recién nacida y se decidió bautizarla aquella misma tarde en la capilla de Palacio; sin embargo, nuestra Infanta había decidido llevar la contraria a los facultativos y sobrevivir. Era la hija menor de Isabel II y según su partida de nacimiento, del rey consorte Don Francisco de Paula. La verdad es que la paternidad de la Infanta Eulalia ha sido – como la de todos los hijos de Isabel – muy discutida. La tesis más aceptada es que tanto ella como sus hermanas la Infanta Pilar, nacida en 1861 y la Infanta Paz, nacida en 1862, son hijas del mismo padre. Disculparan mis pacientes lectores que la falta de pruebas fehacientes no me permitan asegurar el nombre de su verdadero progenitor, aunque siguiendo la pauta de la especulación les voy a dar un nombre: Miguel Tenorio de Castilla. En otros escritos les aportaré pruebas y como todas, en estos casos, insuficientes; puesto que, si la mismísima Isabel II viviera, tendría grandes dificultades para señalarnos los progenitores de sus – conocidos – nueve embarazos.
Eulalia nació en tiempos de auténtica convulsión política, eran los últimos del reinado de la hija de Fernando VII. Todo Madrid conspiraba, desde el General Prim, hasta el Duque de Montpensier, cuñado de la Reina y futuro suegro de Alfonso XII y de la propia Eulalia.
La Revolución de Septiembre del 68, sorprendió a la familia real en Lequeitio; huidos por San Sebastián, se refugiaron en el castillo familiar de Pau, bajo la protección de Napoleón III y de la española Eugenia de Montijo. Se instaló la derrocada familia en el Palacio de Castilla en París y las Infantas continuaron su educación en la ciudad del Sena, concretamente en el Sacre Coeur.
Para Eulalia, con apenas cuatro años, sus primeros recuerdos se sitúan en la capital francesa, donde continuamente les llegan noticias de España: la entronización de Amadeo I, la llegada de la Primera República, el golpe de estado de Pavía y al fin, la esperada Restauración borbónica con el golpe de Martínez Campos en 1874.
Cuenta en sus Memorias nuestra protagonista la travesía en la fragata Numancia a su regreso a España en 1877 y sus sentimientos respecto a la mar. “Heredé de mi padre el gusto al mar y el horizonte ha cantado siempre en el fondo de mi alma”. Francisco de Asís le tenía un miedo cerval al mar.
Instalada en la Corte de Madrid empieza a demostrar sus mejores virtudes, es una niña interesada por todo, entusiasta, alegre y estudiosa, espontánea y rebelde; en contraste de su hermana Isabel, la popular “Chata”, amante del protocolo y de la ceremonia. En enero del 78 el matrimonio de su hermano Alfonso XII con su prima María de las Mercedes y el desgraciado final de la joven Reina, apenas seis meses después, dejan profunda huella en Eulalia: “Aquella historia de amor era quizá demasiado bella para ser duradera», nos cuenta.
Con la muerte de su hija, el conspirador Duque de Montpensier se quedó por enésima vez fuera del primer plano político, por ello trabajó lo indecible hasta comprometer al simplón de su hijo Antonio con la Infanta Eulalia. Don Alfonso en persona propuso a la Infanta que aceptase al inútil oficial de Húsares como prometido. El Duque de Montpensier, sabedor del “regalito” que le endosaba a Eulalia se deshacía en halagos para su futura hija política – nunca mejor dicho -. Doña Eulalia nos cuenta referente al Duque: “Yo había llegado ha tener un afecto profundo a mi tío, hombre espiritual, conversador exquisito, mundano y comprensivo”Está clara la visión deformadamente idílica de una joven de veinte años referente al eterno conspirador, feroz conservador y duelista de ventaja como era Montpensier. (En algún otro momento comentaré la muerte en duelo de Don Enrique de Borbón, progresista, liberal y masón a manos del de Montpensier en la Dehesa de los Carabancheles.)
El fallecimiento del Rey Alfonso XII a finales de 1885, pudo liberar a la Infanta de su promesa de boda con Antonio de Orleáns; sin embargo, su futuro suegro jugó con todas las cartas que tenía en sus manos y con la complicidad de la Infanta Isabel, tan protocolaria ella. Leamos las lamentaciones de Eulalia: “Muerto Alfonso, me sentía sola e indefensa en un mundo sin corazón, que me era hostil. Sin fuerzas para resistir y sin nadie en quien ampararme, me eché en brazos de mi destino con un blando cansancio”.
El 5 de marzo de 1886 se casaba Eulalia con Antonio de Orleáns y de Borbón. “Boda triste la mía entre velos de luto, sin música (. . .) silenciosa y oscura como un presentimiento”. Terminada la ceremonia los novios se instalaron en el palacio de Aranjuez y parece ser que allí, el del “blando cansancio” fue su flamante esposo.
Durante toda la luna de miel por tierras francesas, les acompañó el padre del desposado y la primera parada fue en Chantilly; toda la familia Orleáns se dio cita para conocer a la bella española. El viaje de novios fue del agrado de nuestra Infanta – viajar siempre fue una de sus grandes inquietudes -, si a esto añadimos las constantes atenciones de la destronada dinastía francesa y la indiferencia de su marido, entenderemos el bienestar de Eulalia.
Sus viajes continuaron por toda Europa, su carácter amable, introvertido y natural le granjearon la amistad de nobles, príncipes y reyes, algunas de estas amistades persistieron durante mucho tiempo a pesar de los avatares de la Europa del Siglo XIX.
París, Berlín, Viena, El Vaticano o Moscú eran destinos habituales para la princesa viajera. Desde Mónaco a Cuba pasando por Baviera, Eulalia no dejó de exponer sus impresiones. Fue una verdadera embajadora de la Regente María Cristina. En sus Memorias dedica unas líneas al Rey Loco de Baviera: “Luis II había impregnado todo a su paso, y su huella atormentada la encontraba yo en cada rincón, a cada vuelta del camino, en la vacilante sombra de cada árbol”.
Tal vez el viaje más controvertido de la Princesa fue el que realizó a Cuba y a Estados Unidos en 1893 con motivo de las conmemoraciones del cuarto centenario del descubrimiento de América y que tendrían su máximo apogeo durante la Exposición Universal en la ciudad norteamericana de Chicago. Eulalia embarcó en Santander el 19 de abril de 1893 a bordo del trasatlántico “Reina María Cristina”.
La propia Regente había escogido a Eulalia por su habilidad diplomática y su buen conocimiento del inglés, ya que la misión era un tanto comprometida. Cuba estaba inmersa en distintos focos independistas y Cánovas por aquel entonces Jefe del Gobierno no estaba dispuesto para hacer concesiones. La frase de “Hasta el último hombre y hasta la última peseta” no era el mejor pasaporte para Eulalia en la Isla. Además de su marido, la acompañaron el Duque de Tamales y el Duque de Veragua, descendiente del mismísimo Cristóbal Colón. Todo lo referido al viaje americano está contado por la Infanta Eulalia en las cartas que dirigió a su madre y que están recogidas en un interesante libro editado por la editorial Juventud de Barcelona, bajo el título de: “Cartas a Isabel II. Mi viaje a Cuba y Estados Unidos”. En ellas relata lo más destacado del viaje desde su partida, hasta su regreso el 6 de julio a Madrid. En total son sesenta epístolas que pueden hacer las delicias de cualquier lectora o lector interesados. Los textos son frescos y descriptivos; hay momentos de asombro, serenidad y excitación y son de una gran calidad literaria
En la octava carta del 4 de mayo, todavía a bordo del buque de la Trasatlántica, Eulalia escribe: “Al cabo de muchos días pasados en pleno Océano y cuando se está a punto de volver a ver tierra, una cierta emoción se apodera de los pasajeros. Es como si se acabara de escapar a los mayores peligros. La verdad es que queremos escapar de nosotros mismos; es que, en medio del espacio infinito, el gran silencio es un desierto a la vez que una cárcel. En resumen: el cautiverio está hecho solamente de soledad.”
Tal vez, la anécdota más interesante – sin restar un ápice a las otras – que vivió en este viaje fue el de su desembarco en La Habana. Nunca sabremos si por desconocimiento o a ex profeso, Eulalia, vistió a su llegada un traje parisino de tela fina, azul celeste, con unos bordados blancos y se adornaba el cuello con una cinta de terciopelo rojo; es decir, los colores de los insurrectos cubanos. El capitán del buque le advirtió y el estúpido de su esposo se puso furioso. Sin embargo Eulalia desembarcó entre vítores, aplausos y los cañonazos de ordenanza y no cambió su indumentaria hasta su llegada al Palacio de los Capitanes Generales. En su carta de 8 de mayo obvió contarle a su madre el incidente. . . o el atrevimiento, si bien le relata cómo era el vestido de la discordia.
Nueva York, Washington, Chicago y las Cataratas del Niágara fueron los lugares visitados en los Estados Unidos. El presidente norteamericano Cleveland ofreció una comida a la ilustre visitante en La Casa Blanca. Los periódicos estadounidenses dedicaron varios artículos e informaciones a la presencia de la Infanta, su belleza y simpatía les ha cautivado. En una de sus cartas relata una cena en el Madison Square Concert y el posterior baile: “En cuanto oigo la música me entran deseos locos de bailar…Por suerte llevaba puesta la diadema y su peso me ha recordado lo serio del papel que tengo que representar. Pero a veces es enojoso que la grandeza la retenga a una…en una silla.”
De regreso a Madrid las diferencias con su esposo se acrecentaron. Sus hijos Alfonso María y Luis Fernando cubren sus expectativas maternas, pero sigue siendo una mujer sin amor. Su esposo ha seguido las costumbres de su abuelo Fernando VII y es un asiduo visitante de los burdeles y de las tabernas más cutres de Madrid, su amante Carmela “La Infantona”, es conocida por todo Madrid. Su padre, el duque de Montpensier ha fallecido hace tres años (1890) y con su muerte, Eulalia, pierde a un amigo: “El Duque de Montpensier, como ya he dicho, me inspiró siempre un profundo cariño. Hombre cultísimo, refinado, artista, había sido para mi juventud un orientador experto. Era yo su compañera de excursiones y él mi amable y diestro guía en los viajes que emprendimos a menudo, y mi consuelo, además, eficaz y único en mis desavenencias matrimoniales”, nos cuenta en sus Memorias.
En marzo de 1900 decide plantear a su marido el divorcio. En la sociedad española del recién nacido siglo XX y siendo miembro de la familia real su decisión fue como un bombazo. Pero Eulalia estaba dispuesta a llevar su rebeldía y su libertad hasta donde fuera: “Sin una palabra de reproche, sin un gesto de amargura, con voz lenta y suave, una fría mañana de primavera de París en que la explanada de los Inválidos se llenaba de parejas de enamorados, le anuncié mi propósito de dejarlo en libertad con sus amigas y de irme con mis hijos”, confiesa. La inmensa fortuna familiar – Antonio y Eulalia eran condes de Galliera, con muy ricas propiedades – estaba en bancarrota, en algo más de seis años Antonio de Orleáns había derrochado cincuenta millones de francos. El tipo fue uno de los primeros divorciados en no pasarle pensión a su mujer y a sus hijos; terminaron en los tribunales y Eulalia pudo recuperar su “Lista Civil”, es decir, sus aportaciones al matrimonio, que venían siendo administradas por el putañero Antonio. Lo curioso del caso es que mientras la familia de Orleáns se ponía del lado de Eulalia, los Borbones – con la excepción de su madre y su hermana Paz – entendieron que aquel divorcio era un verdadero escándalo y en el colmo de la hipocresía no concebían que una mujer pudiese vivir separada de su marido.
En 1904 murió en su exilio del Palacio de Castilla, Isabel II. Fue un duro golpe para Eulalia que amaba sinceramente a su madre. La Infanta siguió viajando por toda Europa y enriqueciendo su cultura. En enero de 1905, con un frío glacial de treinta grados bajo cero, la encontramos en San Petesburgo, en Praga más tarde, en Viena o de visita en Portugal. En mayo de1906 asiste a la boda de su sobrino Alfonso con Victoria Eugenia y es testigo de primera mano del atentado de Mateo Morral en la calle Mayor. En 1911 publicó en Francia sus libros Au fil de la vie y Pour la femme, reflexiones sobre el feminismo, el divorcio y otras temas tabúes para la cerrada sociedad española, en 1915 aparece en Inglaterra un sutil adelanto de sus recuerdos Court Life from Within. Sus obras levantaron grandes escándalos y fueron prohibidas por Alfonso XIII. En 1935 publicó sus Memorias en la editorial Plon y a las que tantas referencias he hecho en este artículo. Llevaba once años sin pisar España cuando en verano de 1921 en la playa francesa de Deauville, coincidió inesperadamente con su sobrino e hicieron las paces.
En 1931 vive desde su residencia francesa la llegada de la Segunda República y a pesar de que sufre por el destino de su familia su talante progresista le hace ver las cosas con una amplitud de miras muy elogiable; recurramos de nuevo a sus Memorias:
“He vivido lo suficiente para que, al tramontar de mi existencia, me sorprendan sucesos que, por su índole, están dentro de la más rígida realidad histórica. En mi larga vida en esta Europa movediza del último siglo, he visto caer quince tronos y abdicar otros tantos monarcas. En este desfile de reyes sin cetro y de coronas relegadas a los Museos, he visto pasar autócratas iluminados, como el zar de todas las Rusias; melancólicos vencidos sin derrota, como Pedro de Berganza, Emperador de Brasil; liberales un poco volterianos, como Fernando de Coburgo; hombres sombríos rodeados de misterio, como el Sultán de Turquía, y alegres y despreocupados como Manuel de Portugal (…) ello me ha enseñado que ninguna corona se ciñe lo suficiente para no caerse, he aprendido también que nada hay irremediable, ni fatal, ni eterno en las humanas agitaciones.”Una lección de Historia.
S.A.R. Infanta Eulalia de España, princesa de las Casas de Borbón y de Orleáns murió en marzo de1958 en Irún a la edad de 94 años. Fue una mujer hermosa e inteligente, avanzada a su tiempo, progresista, feminista y prácticamente agnóstica; y a quién todavía no le ha hecho justicia la Historia; uno de esos personajes que no cambiaron al mundo, pero que todavía hoy, ayudan a transformarlo.